Testigo de excepción de las últimas décadas de historia blaugrana, hoy era imprescindible detenerse en él. A quien ha vivido tanto hay que escucharle. Un día como este, queríamos hablar del Camp Nou. En realidad, nos habría gustado más que lo hiciera Roberto Rossellini (primer volantazo). Lastimosamente murió en 1977 y Beaubourg fue su último legado. Por aquel entonces, el Camp Nou llevaba 20 años en pie. Siendo su última creación y coincidiendo el año de su realización con el de la muerte del genial cineasta, Beaubourg lo tenía todo para convertirse en cinta de culto. Pero no fue así; pasó sin demasiada pena ni gloria. O, al menos, sin la gloria que mereciera.

Beaubourg es la filmación de la apertura del Centro Georges Pompidou en pleno centro de París, en el barrio que da nombre a la cinta y con el que se conoce popularmente al icónico museo francés. Sin embargo, a lo largo de la primera secuencia, ni rastro del BeaubourgNi de arte ni de nada que se le parezca. La cámara, durante unos largos minutos, se dedica a recorrer las calles de la ciudad. Los tejados, los balcones. Y los sonidos familiares de los hogares de París se mezclan con el ruido del tráfico de la calle. Y sin que apenas nos demos cuenta, Rossellini ya nos está hablando del Centro Pompidou. El museo francés encarna esa tendencia que empezaba a vertebrar el arte contemporáneo en la cual, las fronteras entre arte y vida se difuminan. Un arte inclusivo y permeable, casi transparente. Y al genial Rossellini esta cuestión no se le escapó. Por si no nos había quedado claro, la primera escena rodada desde el interior del museo no ofrece dudas. La cámara, desde dentro, enfoca a fuera, a las puertas de cristal transparente que dan a la enorme plaza que acompaña al museo. A la gente que se agolpa haciendo cola, a la ciudad bañada por el sol de invierno. De todos los proyectos que se presentaron para realizar el museo, el elegido fue el único que no llenaba todo el espacio disponible con la construcción del edificio, y reservó casi la mitad para una gran plaza pública. Tan Pompidou son las salas de dentro como la plaza de fuera.

Hasta ahora el Camp Nou queda lejos. Acerquémonos. Decíamos más arriba que la fama del Beaubourg de Rossellini hasta hace poco era escasa, pero el año pasado en Barcelona, el Museo de Arte Contemporáneo de la ciudad, el MACBA, quiso recuperar y poner en valor la cinta. Curioso que fuera justamente el MACBA. Otro edificio con plaza -ésta famosa por las riadas de skaters que llegan en peregrinación desde los rincones más variopintos- y con puertas de cristal. También paredes. Y además un caso ejemplar de biopolítica, pues a partir de su construcción en pleno Barrio Chino, la intención de las instituciones de la época fue lavarle la cara a la zona. Intervenir sobre su vida y sobre la red de relaciones que a su alrededor se tejía. Un edificio que cambiara un barrio. Hoy el Barrio Chino ya es El Raval.

Ya estamos más cerca, pero El Raval todavía queda lejos del Camp Nou. Al menos para ir a pié. Lo habitual es ir en metro o acercarse en coche. Tanto con uno como con el otro, lo normal es que las últimas calles se tengan que recorrer a pie. El barrio de Les Corts, donde se sitúa el estadio, es un barrio residencial que no está preparado para absorber cien mil personas en media hora. Lo normal es que la calle quede tomada, y si en previsión no ha sido cortada, a efectos prácticos la diferencia no existe. Acercarse al Camp Nou caminando por el asfalto de la Travessera de Les Corts, es parte del ritual. Posiblemente la parte más importante. El momento en que la ciudad pensada, diseñada y ordenada, sucumbe a los usos de la gente. En que la colectividad la transforma.

Dice un estudio, que en las ciudades es la población inmigrante la que mayor uso hace de los parques públicos. Son estos colectivos en los que más fuertemente el espacio público se desarrolla como prolongación del espacio privado, pues el espacio público es el espacio donde construir identidad y de visibilizarla. De ahí casos tan irónicos como el de una comunidad pakistaní del barrio barcelonés de Ciutat Vella que jugaba a criquet en calles y plazas públicas, a la que se le ofreció una pista deportiva  mejor equipada. En la realidad, la pista quedó desierta mientras a unos metros de distancia jugaban los niños en la calle¹. Las cuestiones de identidad y comunidad se dirimen en el espacio público. No es casual que en ese camino al Camp Nou uno pueda toparse con pintadas (tag’s) diversas. Tampoco que normalmente éstas las realicen aquellos estratos de la sociedad más excluidos de la toma de decisiones, ni que usualmente vayan firmadas con un nombre auto-atribuido y no por el que te toca al nacer. Colgadas de ventanas y balcones -otra vez ventanas y balcones, como en la secuencia inicial del film de Rossellini- uno también se encontrará banderas del Barça, alguna que otra pancarta que protesta por esto o por aquello, y estelades, la bandera con la que algunos reclaman la independencia de Catalunya. Todas volcadas hacia la calle, interviniendo desde lo privado en lo público, y la mayoría con una intensa carga identitária. El culé, antes de entrar al estadio, se junta en la calle y la recorre junto durante un tiempo.

A todo esto, todavía no hemos llegado al estadio, aunque hace un rato que lo vemos. Lo observamos pétreo, pesado. Al primer vistazo impenetrable, enseguida nos percatamos que lo atraviesan multitud de agujeros. El Camp Nou respira, entre el graderío y a calle. Por momentos, el adentro y el afuera no se muestra delimitado. Desde el interior del estadio se puede ver la riada de aficionados, los tag’s, las pancartas y las banderas. El mismo frío hace dentro que fuera. Un sólido esqueleto de hormigón, pero esqueleto al fin y al cabo, que en su interior protege los órganos y al que por fuera lo reviste la piel.

Ya estamos dentro. No sé que ritual tendrá el resto, pero a mi me gusta llegar con poco tiempo. Con las gradas llenas y el equipo calentando. Así lo conocí por primera vez, y así me golpeó por primera vez la luz blanca de los focos y el reflejo verde del césped. Así escuché por primera vez el sonido de un pase largo. Aquel día, me detuve en la cima de las escaleras por unos instantes, recorriendo con la vista la panorámica. De este modo me percaté, por ejemplo, que aunque en el Camp Nou llueva para todos, algunos afortunados no se mojan, porque hay una parte de los asientos -sólo una- que está cubierta.

Aunque a priori, debido a su imponente altura, podría parecer lo contrario, descubriendo por primera vez el Camp Nou, es fácil que la mirada se te vaya al cielo. No buscar romanticismos en esto, es un tema bastante más prosaico. Formalmente el Camp Nou se abre, tiende a la horizontal. La grada no se levanta, se extiende. Da la impresión de que no quiere guardarse nada para sí mismo. Que quiere que le vean. Que a nadie se le escape lo que pasa ahí dentro. Que lo alaben o lo critiquen, pero que sea a ojos del mundo. El Camp Nou es exhibicionista. No se necesita de la perpendicular para ver el terreno de juego. Un terreno de juego grande pero que aún parece más grande por la forma del estadio. Nada rompe el horizonte.

A pie de césped, el Camp Nou no termina nunca, se hace infinito. Y desde hace un par de décadas alberga un estilo de juego que le va como anillo al dedo. ¿Se imaginan lo lejos que se siente el rival respecto al arco azulgrana cuando tiene que jugar permanentemente en su propio campo? Quizá no lo está tanto como cree, pero el Camp Nou le engaña. Igual que hace cuando a ese rival le toca correr detrás del balón. ¿Cómo con diez hombres podrá cubrir tanto espacio? Al Camp Nou no le pregunten por estilos que, para bien o para mal, lo tiene claro: balón del Barça y en campo rival, que él ya hará el resto. Mientras todo esto pasa dentro, fuera toman posición algunas trabajadoras sexuales y la grúa municipal. Entre el cementerio y la universidad.