Como barcelonés de cuna, dos acontecimientos deportivos han marcado mi juventud. El más próximo en el tiempo fue los JJOO de Barcelona 92, aquellas 15 jornadas donde mi ciudad cumplió la mayoría de edad de cara al mundo. El otro fue la inauguración del Mundial de España en el Camp Nou, aquel 13 de junio de 1982.

Tenía 7 años y el fútbol -y el deporte- ya era parte importante de mi vida. Nombres como Simonsen, Schuster, Quini, Arconada o Pichi Alonso repiqueteaban en mi cabeza. El viejo Atotxa, San Mamés, el Bernabéu y el Camp nou eran las catedrales donde se celebraba “misa” cada fin de semana, y Estudio Estadio el lugar de peregrinación cada domingo por la noche. Recuerdo los resúmenes en blanco y negro y la emoción de la primera tele en color aquel verano del 82. Que bien se veía….

Nunca había estado en el coliseo azulgrana. Había pasado frente a sus puertas en varias ocasiones. Recuerdo el terrible respeto que me producía aquella construcción mastodóntica, lo embobado que me quedaba desde fuera observando las banderas de los equipos de primera división dispuestas en el orden que ocupaban en la clasificación, el anhelado deseo de formar parte de la marabunta de gente que lo medio llenaba cada quince días…

Mi tío Jose, extremeño pero madrileño de pro y más merengue que Santiago Bernabéu formaba parte de los Cuerpos del Estado que acompañaban al Rey en sus desplazamientos. Lo que le gustaba hacerme la puñeta cada verano con mi Barça, aquel Barça segundón… Una llamada suya durante el mes de mayo confirmaba que vendría a Barcelona y que, seguramente, nos podría regalar un par de invitaciones para la ceremonia de inauguración del Mundial. Creo recordar que me dio un vuelco el corazón. Siempre he sido muy tranquilo y sosegado, nada pesado y caprichoso, pero a partir de esa llamada me convertí en un niño insoportable. Solo quería que mi padre dijera que sí, que iríamos, no el “ya veremos” que reciben los niños para evitar el berrinche. Y lo conseguí.

Llegó el día 13 y durante la mañana mi tío llamó a casa. Estaba en una comisaría cercana al Parc de la Ciutadella. Tenían mucho trabajo preparando la llegada de Su Majestad, pero que a eso de las 3 de la tarde estaría por allí y nos haría entrega de las entradas. Comimos pronto -yo poco la verdad- y mi madre me preparó la mochila para la excursión vespertina: un bocadillo de tortilla francesa y una cantimplora transparente llena hasta arriba de Fanta naranja bien fresquita.

Llegada la hora de marchar nos dirigimos los dos al 127 blanco que cada verano nos acompañaba en el viaje a la sierra segoviana. Mi padre es merengue y futbolero a la antigua. Disfruta del partido que sea y de su Madrid, de si juegan bien o mal, de si le gusta fulanito pero no menganito y no va más allá. No le interesa el juego, no busca el análisis, no habla de posesión, ni de presión. Simplemente asiste al espectáculo y disfruta viendo a 22 jugadores y un balón.

Llegamos a la comisaría justos de tiempo, puesto que aparcar fue bastante complicado. Yo de la mano de mi padre asistía al ir y venir de hombres uniformados de aquel marrón-caqui ochentero. Preguntamos a uno de ellos por mi tío, a otro, a un tercero, y nadie sabía de él. El cuadro que formaba la cara de circunstancias de mi padre y las lágrimas por mis mejillas debió dar lástima a uno de los policías que por allí correteaban. Tardó más de un cuarto de hora pero apareció con su mano en la espalda de mi tío Jose. Yo sonreía y sorbía los mocos porque en su mano derecha llevaba las dos entradas.

Llegamos al Camp Nou y accedimos a nuestras localidades. Tercera gradería, arriba del todo, donde los escalones de cemento, el lugar que ocupa ahora la afición visitante. Faltaba más de una hora para que arrancara la ceremonia de inauguración y el estadi estaba prácticamente vacío, a excepción de nuestra zona. Miles de argentinos cantaban y gritaban ondeando sus banderas. El sol era de justicia aquel día y yo iba dando buena cuenta a mi cantimplora cada vez más caliente. Mi padre aguantaba estoicamente la situación aunque pensaba para sus adentros lo bien que estaría en el sofá de su casa -años después me lo confirmó-.

En esa espera me nacionalicé argentino. Aprendí los cánticos: “Atención atención, atención atención, las Malvinas son argentinas y el peñón es español”, “¡Argentina, Argentina, Argentina!” Gritaba con ellos, saltaba con ellos, agitaba las manos con ellos. Además, el Barça acababa de realizar el fichaje más caro de la historia del fútbol y era argentino. Maradona jugaba aquel Mundial. Y Mario Alberto Kempes, otro de los mitos de mi niñez. En frente la Bélgica de Pfaff y Gerets, unos desconocidos para mi.

Mis recuerdos de la ceremonia de inauguración y del partido son escasos. Suelta de la paloma y 22 jugadores dispuestos en el campo vistos de lejos. Yo era un argentino más hasta que llegó la media parte. Anteriormente había dado buena cuenta del bocadillo y la cantimplora era ya un objeto molesto entre mi padre y yo. Tenía hambre y sed pero iba a aguantar allí aunque me fuera la misma vida en ello. Justo delante de nosotros estaban sentadas dos parejas jóvenes y por su tranquilidad y sosiego, llegué a la conclusión de que eran belgas. En el descanso habían sacado un paquete de magdalenas que yo había detectado ipso facto. Una de las chicas, morena con el pelo largo, se giró cuatro veces mirándome. Creo que las cuatro veces me pilló con los ojos en la bolsa puesto que lo de disimular no se me da demasiado bien. Con una sonrisa en la cara se volvió a girar y creo que en francés -igual es mucho suponer- me dijo algo, extendió su mano con dos magdalenas y me las ofreció. Mi padre dijo un “no, gracias” de esos que lleva la gente de pueblo insertados en su disco duro, yo dije un “gracias” y recogí el presente. Las dos magdalenas duraron segundos en mis manos.

El impacto que recibió mi cerebro con esa acción me dejó trastocado. Yo animando a Argentina y unos belgas me habían regalado dos pastas. Ya no animé más a la albiceleste. Cuando Vanderbergh marcó el gol de la victoria belga tampoco lo celebré, pero me alegré un montón. Durante esa segunda parte me convertí en un belga en la sombra, un niño callado mirando el partido intimidado por los gritos argentinos pero contento por aquellos 4 belgas sentados a mis pies que se habían llevado la victoria.