El Mundial de Brasil ha servido, en clave blaugrana, para solventar unas cuantas dudas. Pudimos comprobar que, como era de suponer, Leo Messi no había estado guardando nada para el Mundial; si acaso, persiste la sospecha de que lleva tres años dando más -mucho más- de lo que tiene. Neymar, un veinteañero al que no le pesan siglos de magia azul y dorada, demostró que su mirada no es la del funambulista de huesos frágiles, sino la del líder que pronto habrá de reclamar galones al Camp Nou. Alexis Sánchez, con aroma de despedida, dejó la estela un genial futbolista al que por fin van a dejar volar. En la parte vacía del vaso medio lleno, el culé se encontró con la sombra de sus queridos Dani y Xavi, víctimas y culpables de que la caída del Barça sea tan lenta que quizá no llegue a tocar el suelo. Pero entre todos los descubrimientos del Mundial ninguno más feliz que aquél en el que no había, en realidad, nada por encontrar. El aficionado culé disfrutó, casi extrañado, de un espectáculo que el Barça le ha negado al mundo durante tres largos años: Javier Mascherano, voraz como corresponde al líder de una jauría de lobos, se adueñó de los estadios brasileños y paseó con orgullo un 1 y un 4 que dan 5 cuando se suman en su espalda. Cinco, con todas las letras. Probablemente, el mejor cinco del mundo.

Sin embargo, hasta hace bien poco la figura del jefecito estaba en entredicho. Los aficionados se habían acostumbrado a verle de central y, pese a que nadie ignoraba sus orígenes, poco a poco se le exigió que apagase fuegos con la solvencia del defensor de formación. Una petición injusta, sí, pero el fútbol tiende a devorar todo lo que no sea presente. La degradación de la defensa del Barça desnudó las carencias de Mascherano, excelso en la anticipación y el corte, sobrepasado tras sentir, día tras día, año tras año, la soledad del rival a su espalda. Así, exiliado en una posición que le resultaba tan ajena como ingrata, Javier dejó de disfrutar de su profesión y a punto estuvo de abandonar el Barça, tristemente persuadido de que no tenía el nivel necesario para defender su camiseta. Benítez, el hombre que elevó a Mascherano hasta el olimpo del fútbol en Liverpool, se relamía pensando en el Scudetto mientras Nápoles se vestía de gala para recibir al argentino.

Y en estas llegó Luis Enrique.

 “Mascherano es un ejemplo claro de lo que puede ser un capitán. Los jugadores buenos nos los quedamos todos” dijo Lucho. “Mascherano o muerte”, resumió el aficionado culé. El mundo entero se rendía al jefecito en los #maschefacts, y los barcelonistas, acaso sorprendidos, recordaron que el héroe albiceleste, el antiguo tirano de la Premier, era parte de la familia. Sobre su figura parece estar edificándose buena parte del nuevo proyecto porque si bien la calidad y el talento de la plantilla no se discuten, la intensidad y el compromiso han regresado de las manos de Lucho, y en esas lides nadie puede disputarle la corona al jefecito. Él es el icono de los que jamás aceptaron vivir de rodillas (estoy cansado de comer mierda), el símbolo de esos pocos elegidos a los que su fe fanática en la victoria (hoy vos te convertís en héroe) les permite llegar siempre puntuales a la cita con el destino. En una trinchera, como dijo Jesús Terrés, siempre querremos con nosotros “a un fulano como el <<jefecito>> Mascherano”. Es el mejor cinco del mundo y es blaugrana. Es uno de los nuestros.

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Por Trouro y Otsuka