105 x 70 de verde inmaculado y una capacidad para 100.000 espectadores. Todo ello debería de ser un aliado para el juego azulgrana y así lo ha sido durante décadas y en especial en este S. XXI. Pero el armazón de hormigón que se impone en el distrito de Les Corts, a veces se transforma en ese gigante peleón, que los quijotes vestidos de azulgrana luchan por derribar.

El juego de posición azulgrana siempre se ha aprovechado de la morfología de su estadio para imponer su fútbol de posesión activa de la pelota, juego en campo rival y utilización, tanto del largo como sobre todo del ancho, de un césped donde se jugaba por decreto a ras de hierba. Esa sensación, de estadio latifundista que se pierde en el horizonte, ayudaba a aumentar la agonía de un rival que veía inalcanzable la portería local. Como en un sol incipiente que amanece en la línea del horizonte. Sabemos que está ahí, igual que intuimos que nunca lo rozaremos con las manos.

El problema viene cuando llegar a acariciar ese sol no se convierte en una quimera y el rival cree que está realmente cerca del astro rey. Notan su calor y sobre todo empiezan a percibir que el espacio existente a la espalda del rival, no es tanto un agujero negro en el que perderse, sino un oasis en el que descansar, si es con el balón, mejor.

Pero basta de metáforas, hoy cualquier rival de calidad media, no desorganiza su juego ante la tímida y anárquica presión blaugrana, sino más bien al revés; lo organizan a través de dicho objetivo. Esta presión, que no viene acompañada de líneas juntas -porque no se ataca bien- y cuando se pierde el balón el equipo ya no está organizado a través de él, solo existe en ciertos amagos de empuje deslavazado de los puntas y un intento de acumulación de efectivos por detrás del balón, para dificultar la circulación rival. Si la transición ofensiva rival es efectiva se convierte en mortal de necesidad y ya solo el talento individual defensivo de ciertos jugadores -Piqué o Mascherano- se convierte en el único activo capaz de intentar frenar la acometida enemiga.

Esta evidente falta de talento defensivo invita a valorar más que nunca el que atacar bien se convierta en un hecho irrenunciable, para que la pérdida de balón sea con la suficiente calidad y no invitar al equipo contrario a explotar dicha debilidad. Y sin embargo nos quedamos entre dos aguas. Por un lado se ataca mal, no se hace con las líneas juntas, precisamente por intentar el manido “nadar y guardar la ropa”. Luego los interiores hacen su labor de cordón de seguridad en la pérdida, apoyando tanto la proyección del lateral en banda como la extensión de campo que debe manejar el mediocentro. Gran error si revisamos las calidades de los tres roles puestos en juego: lateral, mediocentro e interior, precisamente no potenciando las características específicas de los jugadores en dichas posiciones.

Y por último no me gustaría cerrar este artículo sobre el Camp Nou sin mencionar al público culé. Un socio maduro como para entender que no se puede ganar siempre ni que los títulos en juego se consiguen por decreto pero, que a su vez, no perdona el estilo a su equipo; el once azulgrana debe de jugar bien. O al menos lo que el aficionado culé entiende por jugar bien. A partir de ahí gira todo. Un tipo de espectador capaz de hacer dudar de sus cualidades técnicas a verdaderos tops de este deporte, como han sido Víctor Valdés, Thiago, Cesc o Alexis, sin ir más lejos. Invitando al talento a veces a coger la puerta de salida, a veces incluso a saltar por la ventana.

Experto en inspirar confianza en el rival y miedo en el equipo de casa, con sus interminables silencios cuando el balón no va de una bota culé a otra. Debe ser consciente de su poder y obrar en consecuencia. Y es nuestra responsabilidad porque sobre la capacidad de volver a considerar como el gran aliado nuestra propia casa descansa una buena parte de los argumentos para volver a la senda del éxito. Volver a convertir a los gigantes en lo que son, esos molinos que se muevan siempre con viento a favor.