Mi primera Champions la celebré en el Miniestadi. Bordeando la mayoría de edad, la misma que obtendría el Barça esa noche del 17 de mayo con un triunfo maduro y trabajado, como todos los éxitos de aquel breve pero intenso equipo de Rijkaard. Quizás duraron menos de lo deseado, como la adolescencia o esos amores de verano, apagándose al mismo tiempo que la sonrisa de Ronaldinho se empequeñecía; o quizás tuvo que ser así para dar paso a lo que todos conocemos. Y es que yo hasta Ronaldinho no había visto nada igual, algo que luego dije con Messi. El argentino por entonces apuntaba a algo serio, pero se lesionaba bastante y hasta se comentaba que le faltaba gol. Dicen que, como a Xavi, el hecho de no haber estado presente en el trono europeo de Saint-Denis, le sirvió de acicate para comenzar a escribir su propia leyenda. Pero decía que había celebrado la primera en el Miniestadi.

Al venir al mundo en junio de 1988 ─año 0 según la teología Cruyffista─, cinco días antes de la mítica volea de Van Basten, el Dream Team me cogió desprevenido, a pie cambiado. Sabía que algo gordo había ocurrido en Wembley el día que mi madre cumplía 35 años. Mi padre y uno de sus mejores amigos estaban muy contentos en casa. ¡Estaba claro que algo había ocurrido! Todo lo contrario que en 1994, Atenas mediante. Un día que, de hecho, tal como confirman los físicos -azulgranas-, nunca llegó a existir.

Aquella gloriosa etapa del Barça la fui asimilando tiempo después, a base de VHS y Jordi Culé. Mi vida sin reproductor de VHS -y TV de pago después- no hubiera sido la misma. Así empecé a querer a la pelota cuando en paralelo aún soñaba con ser futbolista. Algo que nos suele pasar a casi todos los chicos hasta una franja de edad ciertamente tardía. Ya algo consciente y con perspectiva, lo peor fue ir asimilando ciertos cambios en tu cuerpo en conjunción con la mala trayectoria de tu equipo. Sabías que se había ganado mucho no hace tanto, pero entonces, en plena vorágine de hormonas y cuando ni una chica te hacía caso en el colegio, el Barça no jugaba a mucho. El fútbol de verdad lo jugábamos en el patio y en aquellos campos míticos de tierra los fines de semana. Recuerdos de un presidente con mueca agria, pañuelos blancos, cochinillo lejos de su tierra, Zalayetas, fichajes que hoy llamaríamos random, etc. Momentos muy duros en los que llegabas a pensar que nunca verías realmente a tu equipo no ya ganar una Champions, sino llegar a ella. Las Finales de Champions para un culé eran como las de una Eurocopa o Mundial para los aficionados españoles, parecía imposible mirarlas a los ojos. ¿Qué había que hacer para ser un club ganador nuevamente? ¡Yo quería ver a mi equipo en lo más alto!

Y ocurrió. Se optó por un técnico sin demasiado currículum de la escuela holandesa, aquella que había dado más triunfos a la entidad. Bautizado por Cruyff y con la confianza de un nuevo presidente como Joan Laporta, Frank Rijkaard comenzaría su andadura en el club. El inicio fue muy complicado y solo la magia de Ronaldinho ─goles de madrugada incluidos─ acompañada de los intentos de la nueva junta de atraer de nuevo al soci al Camp Nou -eran habituales los conciertos previos y eventos de flors i violes-, sostuvieron al conjunto. Al final la paciencia dio sus réditos junto a acertados movimientos en el mercado de fichajes. Jugadores como Márquez, Deco, Giuly o Eto’o serían claves de ese breve pero equipo ganador, que llegó a tener un ataque posicional soberbio y a ser capaz de defender con solidez en las difíciles noches europeas camino de París. La prueba definitiva del algodón, más incluso que la propia Final, fue San Siro. Cuando se enfrentaron al AC Milan de Ancelotti. El Barcelona volvía a la élite, por fin.

Semanas más tarde, ya en el Miniestadi, Campbell me hizo revivir aquellos temores de quien nunca ha visto realmente ganar a su equipo la Champions. Rodeado de amigos, formando parte de casi 11.000 almas culés y con los ojos en la pantalla gigante que el club había habilitado, contemplamos la sufrida pero deseada remontada. Actores secundarios de lujo como Iniesta, Larsson o Belletti fueron vitales para celebrar bajo la lluvia de la bella ciudad que abraza al Sena. No me lo podía creer. Lloré de felicidad. Como horas más tarde al volver caminando a casa desde Las Ramblas. Los 8 km más emocionantes de mi vida. A las tantas de la madrugada. Cruzándote con seguidores en cada rincón al grito de “Visca el Barça”. A la mañana siguiente tenía clases para preparar la Selectividad y fui orgulloso con una bufanda del Barça del color que sintetiza la campaña 2005-06. Ese verde o amarillo fosforito impreciso.

Cuando se terminó el ciclo de Rijkaard era complicado pensar que con gran parte del mismo grupo de jugadores se lograría lo que se terminó consiguiendo. Nunca llegué a imaginar todo lo sucedido. La realidad superó los mejores sueños de infancia, aquellos que intentaba dibujar en mi mente cuando el equipo solo ganaba en mi videoconsola, y eso si no jugaba contra mi primo.

Se ha escrito ya bastante sobre un colectivo que lo ganó casi todo y de manera convincente y más que se escribirá, seguramente. Algunos iconos del mejor Barça ya se han ido o se marcharán de la esfera blaugrana más pronto que tarde. No sabemos si para volver. Cruyff, Van Gaal, Rijkaard o Pep, se terminaron yendo junto a sus mejores jugadores, aunque de alguna manera siempre acabaron volviendo. Así ha sido el Barça más ganador de la historia. Un reencuentro constante con una identidad alrededor de una idea, la de ser protagonistas con el balón. Con los matices y detalles que cada grupo de técnicos y jugadores han ido sumando. Algo que junto al 10 rosarino no ha hecho sino multiplicar las opciones de triunfo.

La que todavía no se ha marchitado es la bufanda fosforito de 2006. Símbolo reflectante de la madurez de aquel Barça y mi particular aproximación a la mayoría de edad. Por eso esa bufanda sigue presidiendo mi habitación. En parte, la vida son aquellos buenos momentos que guardamos en nuestros rincones favoritos de manera especial. Como la noche de París en el Miniestadi y Las Ramblas. O la vuelta a casa de madrugada con los ojos empañados. Instantes que disfrutamos y que sabemos que no se repetirán de la misma manera nunca más. Y puede que entre algunos éxitos pasen más años de los que hubiéramos deseado de pequeños y adolescentes. Que quizás es verdad que con los años, el valor de la derrota tiende a relativizarse. No así el deseo y ganas de ganar, pero eso ya se lo explicaré, si puedo, a mis hijos y nietos. Junto a otra historia: la de mi primera Champions.