Despertó de golpe, cerca del llanto, con la frente ligeramente humedecida y sintiendo el pulso en la yugular. Despertó como suponen las películas que se despierta tras un sueño intenso, de ésos que siguen siendo realidad durante un rato, mientras nuestras pupilas se acostumbran a estar desnudas. Despertó y se sintió incapaz de despertar. La cabeza le daba más y más vueltas, con las mismas imágenes que le abrieron los ojos entre alguna lágrima, frío sudor y palpitaciones.

Lo veía más y más claro aunque no era la primera vez que lo soñaba. ¡Ni mucho menos! Bajaba la Gran Vía de la mano de su padre y había ruido y gente, mucha gente. Gente por todas partes, que avanzaba en grupos dando la espalda al Sagrado Corazón. Todos los coches hacían sonar el claxon, los balcones enseñaban a la calle pañuelos y banderas y el himno del Athletic sonaba por todas partes, escuchando a la vez distintos fragmentos. Un corro de chavales gritaba recordando el trallazo de San José mientras un señor engominado le contaba a otro que llamó a su hermana en el momento en que Gurpegui levantaba la copa.

Cuando llegaron a Moyúa, su padre le soltó la mano, le giró y le dio un suave rodillazo en la cintura. “Venga, yo soy Dani Alves”. Él se dio la vuelta y se concentró en recrear el regate de Sabin Merino, corriendo por la curva acera frente a la señorial recepción del Carlton y culminando con un centro imaginario que su padre aderezó con voz nasal y entonación de José Iragorri: “¡¡¡Qué jugada y qué goooool del Athletic!!! ¡¡¡Bacalao, bacalao, bacalao, bacalao!!!

Continuaron por Ercilla y fueron engullidos por una marea que avanzaba cantando y bailando. No se veía la acera y el ruido era cada vez más y más fuerte conforme se acercaba la ría, como si el Zubizuri fuese una gigantesca arpa que daba tono a lo que gritaba todo el mundo. “¡A la bi, a la ba, a a la bim bom bam! ¡Athletic, Athletic, geuria!” Miró a su padre, que no le soltaba la mano. Gritaba con todas sus fuerzas, con la camisa rosa remangada, una bufanda liada en la frente y las rayas rojas y blancas en las mejillas. Ama les había pintado a los dos justo antes de irse.

Al llegar a Uribitarte, una cuadrilla que iba abrazada en círculo se detuvo y chilló el nombre de su padre, que se paró a hablar con ellos. Se quedó absorto, mirando ese ir y venir de jolgorio, de familias, parejas, cuadrillas y peñas venidas de toda Vizcaya e incluso de lugares y nombres que no había escuchado nunca, por lo que podía leer en sus camisetas y estandartes. Cerró los ojos y se dejó embriagar por todos los sonidos que agitaban la tarde a la vez. El ruido sostenido de la gente, las risas, las bocinas de los barcos anunciando que no, que desde luego éste no era un día como los demás.

Volvió en sí y buscó a su padre. No le veía, ni a él ni a la cuadrilla que le saludó. Buscó su camisa rosa por todas partes pero no sabía ni dónde estaba. Un nudo apretó su garganta y buscó un hueco entre el mar de personas para asomarse y ver dónde estaba. Vio los bajos de las Rampas y echó a correr. Los bajos siempre le habían dado mucho miedo y ahora no se veía para retos de valentía. Corrió sin rumbo durante un buen rato hasta que topó con un hombre a las puertas de un bar. Dentro, todos comían triángulos en el famoso Eme, gritando vítores a la tele y lanzando al suelo servilletas sin parar.

Otra salva de bocinazos que se entrecorta le descubre en Pozas, donde no se adivinan los txikis” los zuritos ni los bares. Un grupo de señoras con olor a perfume le para y le dedica unos cantares. Hablan del txoko, los aitites, Neguri y Algorta.

Por las ruinas de la antigua Catedral ve unos niños disfrazados de portero. Una ráfaga de viento lleva el recuerdo de Zarra, Panizo, Gaínza, Iriondo, Mauri e Irureta; Iríbar, Venancio, Guerrero, Rojo, Dani y Zubizarreta. Vuelan sus gestas, van y vienen sus leyendas, de Misericordia hasta Ingenieros.

Un restaurante de grandes y bonitas letras le resultó familiar. Recordaba merendar carolinas y comer pescados de roca, en grandes reuniones familiares que ahora se celebraban en las Arenas, con largas sobremesas tras las comidas y las cenas, ya lejos de la plaza Arrikibar, donde los muchachos del barrio le llamaban loca.

Dio un par de vueltas más y comenzó a escuchar un estruendo de música y alegría. De pronto, las mareas de felices locos ataviados de rojo y blanco y afónicos de emoción se habían congregado delante del Ayuntamiento. Sonaba el himno del Athletic y retumbaba tan fuerte, coreado por todos, que tuvo que taparse los oídos. Entonces sintió un abrazo fuerte. El olor y las mangas rosas de la camisa le tranquilizaron. “Aúpa Athletic, aita”. Su padre no pudo responder. Cuando aparecieron los jugadores en el balcón, despertó.

Esta vez recordaba todos los detalles del sueño. Quería seguir durmiendo para ver por fin a su equipo celebrar un título pero tenía mucha sed. Al entrar en la cocina, vio a su padre sentado y con la mirada perdida. “Aita, estoy soñando que el Athletic ganaba la Supercopa. Íbamos juntos a recibirles y había más gente de la que he visto en toda mi vida”. “Lo siento mucho, hijo, acuéstate”, le respondió en voz muy baja. Llevaba su camisa rosa desabrochada hasta el pecho y churretes rojos y blancos le difuminaban las mejillas y la barbilla. “Aita, siempre voy a ser del Athletic, aunque nunca volvamos a ser campeones”. Y se volvió a acostar, recordando a don Pirulí de la Habana y rezando a Jesusito para que el Athletic le ganara al menos al Barça el domingo.

Esta previa tan poco analítica está dedicada a todas las generaciones de aficionados del Athletic que no habíamos vivido nunca lo que significa sentirse campeón. Y a los que sí lo vivieron, gracias por mantener viva la ilusión.