“La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y, después, aplicar los remedios equivocados”. Precisamente en el peor momento institucional que atraviesa el FC Barcelona en su era moderna, conviene recordar este aforismo del mítico humorista Groucho Marx. Magnífico por la disección que logra acerca de la clase política. Esa estirpe dominante a la que tanto podemos adorar como odiar con un ánimo y determinación indestructibles.

Hubo un tiempo en el que Josep Maria Bartomeu degustó ese primer polo, el del éxito y la veneración. En 2015, cuando el club ya estaba atrapado en el alambre de la decadencia, tres extraterrestres se encargaron de girar la tortilla sosteniendo, con un triplete de títulos, el mandato del presidente. Aquello fue un auténtico surtidor de exaltación, reconocimiento mundial y beneficio económico para el club. ¿Qué más le quedaba? Víctima de sus recelos y su incultura futbolística, terminó estropeándolo.

Ahí es cuando de verdad reluce la frase del cómico. El gobernador culé, justo cuando se instaló en el cénit de la gloria que otros le propiciaron, no la custodió, sino que la echó a perder construyendo una interminable trama de corrupción y desaciertos que jamás pudo remediar: fue sancionado por la FIFA por infracciones en traspasos de menores, quedó misteriosamente exonerado del caso Neymar, contrató a una empresa para difamar a sus propios futbolistas y amenazó a Leo Messi con ir a los tribunales. A todo esto, tomó como costumbre la destitución de directores deportivos y entrenadores y siempre fichó a futbolistas -todavía pendientes de amortizar- por aquello de cuadrar las cuentas. En definitiva, nunca importó el fútbol.

Sin ideas, proyectos, ni siquiera bocetos, Bartomeu se lo jugó todo a la carta de la inercia ganadora que consolidó al club en los últimos años. Tenía razón Messi cuando dijo, sobre la junta directiva, que “van haciendo malabares y tapando agujeros”. La política no fue otra que la del cambio de cromos, fabricando continuamente nuevos hypes con los que enredar a la afición. Que si el Espai Barça, que si Coutinho, que si Dembélé, que si la superliga europea, que si el cruyffismo de Setién, etc. El hecho de que no comulgara con la doctrina cruyffista -por mucho que él intentara parecer lo contrario- es el menor de los problemas, pues ni siquiera supo desmarcarse de ella. No se agarró a una alternativa. Sencillamente no fue nada. Tan sólo un método vacío. Una continua exhibición de incertidumbre y confusión que terminó ensuciando los tres grandes ejes de los que él mismo siempre habló: el social, el económico y el deportivo.

En el apartado social, sobresale un hecho sin precedentes en la historia del club: más de 20.000 socios sellaron su voluntad de juzgar la gestión del presidente en una moción de censura. Esa cifra habla por sí sola de la manera cómo se ha proyectado Bartomeu hacia su propio público. En el económico, el dirigente azulgrana siempre presumió de los casi 1.000 millones de ingresos obviando el peaje que suponía la enorme deuda que arrastraría la próxima junta. Por no hablar de los planes del Espai Barça y el naming rights, un proyecto que pretendía saldar en los próximos 20 años. Finalmente, en el apartado deportivo, ‘Barto’ todavía nos tendrá que explicar cuáles eran sus pretensiones con la Masía -desterrada por el mercado sudamericano- y el primer equipo, humillado en la Champions League campaña tras campaña, desde 2016, precisamente el año en el que tuvo que producirse la regeneración de la plantilla de la que ahora, cuatro años tarde, saca pecho el presidente. Groucho diría que eso es un diagnóstico falso.

Igual que culpar al Govern de la Generalitat de su dimisión y la del resto de su gabinete. Naturalmente, se fue siendo el que era. Un especialista de la farsa. Ni el fútbol ni el Barça echarán de menos a Josep María Bartomeu. Adéu, president. O, como diría David Fernández, “hasta la vista, gánster”.