EL VIEJO ATHLETIC DE AYER Y DE HOY

Un sobresalto te despertó esta mañana. Era esta misma mañana, sí, aunque la sucesión de rutinas que siempre te hizo sentirte cómodo espesa la conciencia del tiempo. Ésa que te hace capaz de describir con detalle cada jornada del viaje de tu vida a Londres de hace treinta años, pero te impide recordar qué comiste este mediodía. Estábamos con tu brusco despertar. El destemple y la sequedad de la garganta siempre te han hecho salir del dormitorio con un mohín de disgusto. Aunque no te lo creas, ahora se te pasa rápido. Lo que tardas en salir al pasillo y sentir la esperanza de vernos a alguno, de escuchar una voz que apague el silencio que tanto miedo te da con la luz del día. 

El reloj del horno marcaba las 8.46, así que hoy te sobraban dos minutos para despedirte de todos y llegar a las 9 en punto al café. Habrás levantado primero la foto de Mamá, la que siempre confundes con la de los abuelos porque el reverso del marco es muy parecido; después las dos nuestras, resguardadas bajo los sobres de las facturas; y por último la foto grande que no eres capaz de mirar, la de todos juntos en el jardín. ¡Qué manía de dejarla con los ojos cerrados! El soporte está hecho añicos, pero boca abajo no se aprecia, perdiéndose en el refugio de nostalgias en que has convertido el salón. 
Te han visto tres horas después bajando la calle de la Basílica. No sé si tenías pensado subir o si la melancolía ha vuelto a silenciar el recuerdo y te has desorientado entre el eco del viento en las esquinas y el reflejo cegador de nombres de calles incomprensibles. En realidad, tengo claro qué ha pasado, pero como te encontré al otro lado del teléfono en casa, he preferido que no hablemos del tema. Entonces estabas otra vez de mal humor. ¡Maldita sea mi estampa!, maldecías. Habías cocido una taza de arroz y partido un trozo de queso pero, al buscar el agua, descubrías en el frigorífico que ya tenías la comida preparada. ¿Cuándo hice yo todo esto? Decidido a descubrirlo, te has sentado a cavilar como cuando leías escritos y escudriñabas leyes para redactar tus conclusiones, masajeando tus mejillas y balanceando el tronco con ese ritmo sin percusión. Tenías las zapatillas de casa puestas, lo que te presentaba otro reto mental: no eras capaz de saber si te las habías puesto al llegar o si te habían acompañado en el largo paseo matutino. Cuando este último pensamiento se convirtió en lágrima, decidiste que era suficiente por hoy. 
Todo esto me lo has contado hace un rato, cuando te volví a llamar. ¿Qué quieres, Aitor? Tu clásico gruñido áspero de sobremesa. El clásico síntoma de que se te había vuelto a olvidar. Así que te he sumergido en nuestra charla habitual en días como hoy. Desde que tengo uso de razón es nuestra conversación favorita. Irradias pasión hablando de muchos temas, sabes ilustrar en lo tuyo como pocos, escuchas como nadie a quien tiene algo que decir. Pero sólo en estas conversaciones te brillan los ojos con la misma claridad que el estanque de lo que una vez fue tu memoria. 
Y hemos vuelto a empezar esa charla afirmando al unísono que recordar es vivir, pero que no se puede vivir sólo de recuerdos porque terminas olvidando que hoy existe. ¡Vivir! Siempre exclamas lo mismo, llegado este punto. Vivimos de lo que creemos, Aitor, pero no podemos creer lo que vivimos. Y me cuentas con el mismo acento apasionado que somos legatarios de una tradición única, y que estamos obligados a impedir que se pierda en la leyenda de los mitos. Ahí es cuando no coincidimos. Yo miro con cierto temor al futuro, convencido de que el rey de la selva que una vez fuimos vive una especie de otoño del patriarca que en otra época se creyó. Tú, en cambio, te mantienes firme en que sólo siendo nosotros mismos, dando la espalda con digna educación al mundo, seguiremos vivos en nuestra lozana mediana edad. Gazteak baleki, zaharrak baleza, repites, haciendo como si el euskera se encontrara entre tus conocimientos. El proverbio vasco significa algo así como “el joven, si supiera; el viejo, si pudiera”. O eso crees. Y nos sumergimos después en la ristra de nombres propios que definen nuestra leyenda de pasión, y que ilustraron tus sueños de juventud escuchando a tu abuelo. “Soñar es un ejercicio reposado de superación, Aitor, no lo olvides nunca”. Y no se me ocurriría olvidarlo. 
-Bueno, que empieza el Athletic-Barça. No llores, Papá, ya voy para allá.