Hay que ser del norte para comprender lo que significa «pasar el Negrón», ese túnel de cuatro kilómetros que une Asturias y León a través de los Picos de Europa. Cruzarlo hacia la meseta es volver al agosto del niño asturiano, al recio calor de Castilla que –decían- curaba el asma y las alergias, a los hostales con más habitaciones que baños, a las piscinas municipales atestadas, las carreras de caracoles, las bicicletas viejas, los primeros besos y las lagartijas tomando el sol sobre piedras planas. Pero atravesar el Negrón en sentido inverso es el final del verano. Aún hoy en día, tantos años después, siento una leve punzada de angustia cuando salgo del túnel y me recibe el cielo de Asturias cargado de nubes negras. El paisaje de la memoria se hace gris por un segundo; se cierran las piscinas y regresan los catarros, todo huele a tierra mojada, a rutina, a la dichosa patria querida y, terrible destino, hay que volver al colegio. Voces del pasado me ordenan no dejar nada en el plato, hacer los deberes y meter la camisa por dentro pero queda un pequeño alivio, el mismo que sentía de niño al empezar el otoño. “Al menos” –pensaba, con la cabeza apoyada contra la ventanilla del coche- “al menos empieza la temporada”.

Recuerdo que soñaba con ser Guardiola en cada recreo. Mientras mis compañeros imitaban a Laudrup, Figo, Djalminha, Ronaldo, Cantona, a los gemelos Derrick y a Ronaldinho, yo me ponía en el medio de algún sitio e intentaba controlar el tiempo del partido equilibrar, cerrar huecos… Como nadie me hacía caso terminé por aburrirme pero en mi relación con el deporte hay un antes y un después de Pep. En parte se lo debo a mi abuelo y a una frase que se me grabó para siempre. Mi abuelo había jugado en Segunda División durante los años cincuenta, cuando la inmensa mayoría de los jugadores eran hombres de barrio, de los que guardaban amigos en las cunetas y hacían en el campo lo único que se podía en aquella España de plomo y mantilla, sobrevivir en silencio. Entre esos hombres pasó de largo la nueva cultura táctica que comenzaba a imponerse en el fútbol y mi abuelo, lateral zurdo, solo sabía hacer lo que la mayoría de los defensores de la época: intentar que el delantero tuviera más miedo que vergüenza. Pero siempre, y no fue el único, lamentó no haber disfrutado de un fútbol más decente. Me enseñó a recitar la delantera eléctrica del Real Oviedo, a honrar la digna memoria de Lángara y a valorar cualquier estilo que respetara al adversario. Y en uno de aquellos veranos secos de León, mientras veíamos un partido de pretemporada en el bar del pueblo, señaló a Pep Guardiola y me dijo “hay muchos que son mejores que este chico, pero nadie sabe tanto como él”.

Yo era demasiado pequeño para comprender la frase pero la di por buena y empecé a fijarme en cada detalle del juego de Pep. Disfruté de la Recopa, sufrí por sus lesiones, acepté con resignación la realidad del deporte de elite en la Italia de la barra libre y, en definitiva, crecí tras la estela de Guardiola. Hasta que un día llegó al primer equipo y escribió, quizás, la página más gloriosa de la historia del fútbol. El Barça del sextete, el de las dos Champions, el de Messi y Xavi, el del 2-6 y el 5-0… parecía que iba a durar para siempre, ¿verdad? Yo lo pensé. Sentía la convicción íntima de que Pep había levantado un castillo de hierro que seguiría en pie tras su marcha. Era un pensamiento ilógico, irracional… pero es que el Barça de Guardiola también fue irracional. Probablemente se tratase de una conjunción irrepetible de factores diversos que provocó el milagro de un equipo que despreciaba las áreas y las virtudes del rival. Probablemente no lo volvamos a ver.

Ahora que el Barça se ha vuelto terrenal –Bayern y Mourinho mediante- echamos la vista atrás y añoramos el 72% de posesión, a Messi desatado y una historia escrita a base de certezas irrompibles. Tito Vilanova sirvió de sordina para los reproches –el respeto al nativo, me temo- pero, al llegar Martino se ha desbordado una corriente crítica tan ilustrada como plañidera. Parece que, de pronto, nada es lo que fue. Los jugadores no entrenan igual, el equipo se ha relajado, el balón tiene más de un dueño, se discute el estilo, la música sonaba mejor en vinilo, con Internet hasta el más tonto tiene una opinión y ya no se hacen buenas películas. De seguir así, dentro de unos años nos acordaremos de estos días en que somos líderes de la Liga y cantaremos con Miguel Hernández, aquello de “nunca tuve zapatos, ni trajes, ni palabras”.

¿Este es el legado de Guardiola? ¿La posesión como una cárcel? ¿La imposibilidad de evolucionar? ¿El estilo por condena? Diremos, ¡qué hermoso era aquél equipo voraz de 2009 y que inagotable el Messi de 2010! Es cierto, pero en 2011 ya no era posible y Guardiola se inventó la posesión eterna con la que se defendía el 0-0 a sabiendas de que Messi ganaría el partido tarde o temprano. Y en 2012, caídas las bases de aquél equipo, llegaron el 3-4-3 y volvieron las transiciones. En tiempos de Guardiola se fichó a Mascherano, Cesc, Villa, Adriano y Alexis, piezas clave en los éxitos del equipo ¿Acaso no eran incorporaciones encaminadas a enriquecer los registros del Barça? Yo creo que sí lo eran. Creo que Guardiola jamás se negó a modificar aspectos concretos de la idea si con ello favorecía la competitividad. Hizo lo mismo que pretende el Tata Martino, pero al frente de una plantilla joven y sedienta de gloria. Sin embargo al Tata se le niega la legitimidad para expandir los horizontes de este equipo solo porque las cosas ya no son tan hermosas.

Yo quiero reivindicar que me divierto con este Barça, incluso cuando no lo paso bien. Estoy disfrutando del riesgo, de los pequeños progresos, de las victorias sufridas, del lento nacimiento de una criatura híbrida, de Bartra a campo abierto y de Neymar encadenado, de un Alexis al que por fin se le permite ser alguien y de un equipo que es mortal, sí, pero también poderoso. Ha llovido mucho desde 2009. ¿Por qué disparar con pólvora mojada? ¿Por qué no probar con el doble pivote cuando aporte soluciones? ¿Por qué no aprovechar los espacios? ¿Es forzoso que un equipo que cuenta con Alexis, Cesc, Busquets, Mascherano, Piqué o Adriano defienda mal? No lo es, por supuesto: el Tata está demostrando que el Barça puede proteger su área con cierta solvencia. Por primera vez en dos años tengo la sensación de que los jugadores ya no están obligados a ser lo que fueron: son lo que son, que no es poco. La evolución es la única forma de proteger el estilo porque las buenas ideas solo mueren cuando se las olvida. Ese es, para mí, el verdadero legado de Pep Guardiola, lo que realmente importa. Y creo que la mejor manera de honrar su herencia es dejar que sea el Tata Martino quien escriba las reglas del juego sin que nadie le mire por encima del hombro. Algún día tendremos que dejar de vivir en los veranos de nuestra infancia. Algún día tendremos que despedirnos. Quién sabe, quizá el futuro sea mejor de lo que pensamos. Gracias por todo, Pep. Y hasta siempre.