La sardana es una danza tradicional catalana consistente en realizar unos pasos sencillos en grandes corros organizados en las plazas de pueblos y ciudades. Aunque apta para practicantes sin grandes capacidades atléticas, la sardana exige cierto traqueteo y algo de concentración, por lo que este baile callejero casa mal con la debida atención a bolsos, chaquetas, carteras y demás efectos personales de todo peatón que se precie. Siempre pragmática, la cultura catalana desarrolló una táctica efectiva para resolver el problema: los astutos bailarines juntan sus pertenencias en medio del corro, con lo que luego pueden concentrarse en la danza sin temor a que algún ladrón logre apropiarse de lo suyo, un razonamiento muy similar al que ha llevado al Granada a adoptar el 4-3-3 como su nuevo esquema de juego desde hace algunas semanas. Tantas como el equipo andaluz lleva cosechando mejor juego y resultados que en los meses precedentes.

Las cosas marchan tan bien en Granada que un cambio radical de sistema en su visita a Barcelona parece poco probable. Al fin y al cabo el paso al 4-3-3 de Lucas Alcaraz ya buscó, antes que nada, mayor seguridad. El nuevo dibujo permite al equipo andaluz fijar a siete jugadores de campo en un dispositivo defensivo prudente y compacto cuyo principal cometido es mantenerse intacto al margen de lo que ocurra con el balón. Asumida esta intención sorprende que el eje del mediocampo granadino sea Iturra, un futbolista poco dado a la contención posicional al que le gusta perseguir y morder. La elección tiene trampa: en los interiores le acompañan centrocampistas de características opuestas: mediocentros camuflados de interiores, futbolistas de posicionamiento sereno, garantes de la integridad táctica de la línea (al compensar los movimientos del chileno) al tiempo que ofrecen una salida de balón limpia hacia el trío atacante.

Semejante garantía a la espalda de la delantera permite a los tres hombres de arriba olvidarse de las tareas defensivas. Simplificando en extremo, el nuevo Granada son siete que defienden y tres que atacan, una división de funciones tan estricta que sobre el papel contradice la ortodoxia futbolista, pero más allá del plano teórico el fútbol toma sentido a través de sus futbolistas, y es ahí donde radica el acierto del entrenador granadino: el equipo rojiblanco lleva algunos años luciendo futbolistas interesantes en su ataque, más de lo que es habitual en equipos que deben asegurar la salvación antes de plantearse otros objetivos. Su lucimiento, sin embargo, ha sido escaso hasta el cambio reciente de sistema. El 4-3-3 ha dado alas al juego de los puntas granadinos, un apartado en el que siempre se les intuyó potencial, e incluso ha bendecido su eficacia goleadora, lo que ya parecía más complicado.

Liberados de todo retorno los delanteros de Lucas Alcaraz profundizan con agresividad, lo que está en el juego de todos ellos. Dado que el Granada prefiere cuestionar la iniciativa más cerca de su propia portería que de la contraria los ataques rojiblancos administran espacios generosos, un contexto favorable para una nómina de delanteros que se mueve rápido (El-Arabi, Ighalo, Piti, Buonanotte, Pereira…) y cuenta incluso con un gran regateador (Brahimi), cuya diagonal interior reclama al lateral zurdo la única presencia ofensiva relevante que aportan los siete de atrás. Pero la mayor ventaja que el sistema proporciona a sus atacantes es la invitación a tomar riesgos: si la jugada sale bien, premio; y si sale mal el equipo está preparado para recibir la réplica del rival. Ser delantero en el Granada es divertido. Es correr, encarar y desbordar mientras el corro de defensas y centrocampistas vela por los bolsos de todos.