Todo, absolutamente todo vuelve a la normalidad. A lo que, desde pequeños, hemos tomado como costumbre. Y es precisamente costumbre, bien porque nos lo han enseñado, o bien porque con el paso del tiempo lo hemos acabado por tomar así. De una forma u otra, prácticamente no nos preguntamos el porqué de muchos aspectos de la vida. Para muchos de nosotros, parte de la vida (parte importante) es el fútbol. Y no nos paramos a pensar en tantas cosas que lo rodean porque ya las consideramos realidades.

Lo extraordinario nunca adquiere continuidad. Es lenguaje. De ahí el propio significado de la palabra, ‘fuera del orden común’. La extraordinariedad con frecuencia tornaría en algo ordinario, siempre en el buen sentido de la palabra. Y se integraría en nuestras vidas como el levantarnos, comer y acostarnos. Por lo que algo extraordinario se nos escapa, se fuga, después del asombro y el deleite y nos invita a sentarnos a esperar su próximo paso, que nunca sabemos cuándo será.

La extraordinariedad aconteció en el mundo del fútbol en abril y mayo de 2007. En abril, en la ida de semifinales de la Copa del Rey, el Barcelona arrasaba al Getafe en el Camp Nou: 5-2. Entre los cinco, un maradoniano gol de Leo Messi, que empezaba a asombrar al mundo con su zurda con un pegamento especial al que se adhería el material de los modernos balones, y que era contestado con voz de párvulo con dos goles del Getafe. Ese recorrido de más de medio campo pronto recorrió el planeta, hasta acabar dándole vueltas como entonces hacía el McLaren de Fernando Alonso. Lo ordinario era que el Barcelona de Xavi, Iniesta, Messi, Ronaldinho o Eto’o endosara una goleada a un equipo de mucho menor nivel. La extraordinariedad emergía con el gol de Messi. Se alejaba de la rutina. Se salía de ella.

Pero era una eliminatoria, y aunque fuese entre un grande muy grande y un modesto, gracias a la siguiente dosis de extraordinariedad el modesto empezó a poner en duda algunas realidades en el ideario de la gente.

Llegó la vuelta, en mayo. Apareció una nueva entrega. El 10 de mayo de 2007, la extraordinariedad se quitó su disfraz de slalom de cincuenta metros y se vistió de azul. Oscuro. Azulón, mejor. Y no se quitó el color hasta un año después. El Getafe remontó. Ganó 4-0 en un vendaval de anticipaciones, liderazgo y ganas de pisar una final por primera vez en su historia. La voz de párvulo de unos días antes sirvió para mucho, y el 10 de mayo de 2007 se contagió del motor Mercedes-Benz V8 de Fernando y de las gradas abarrotadas del Coliseum, que ese día se equilibraron en cuanto a rugido.

Perder la final contra el Sevilla fue una gran desilusión para la parroquia getafense. Muchos, azulones o no, pensarían que fue lo normal. Puede ser, pero la extraordinariedad lo inundó todo. Habíamos visto a ese pequeño equipo en una final de Copa. Y en la siguiente edición, proezas por el Viejo Contienente aparte (si escribo de Twente, Tottenham, Benfica o Bayern, no acabo), prosiguió como decía vestida de azulón, y el Getafe jugó su segunda final de Copa consecutiva. Fue el Valencia quien no dejaría que el Getafe abriera sus vitrinas para inaugurarlas. Para muchos, y no faltos de razón, seguiría siendo algo ordinario.

Después, los derroteros no se vieron alterados. El barco de la vida siguió su rumbo recto. El departamento futbolístico del navío trabajó intensamente. El Fútbol Club Barcelona ganó la Copa en 2009 y 2012, y el Getafe no ha vuelto a pisar una final. Sentados, al igual que escribo esto, seguimos esperando el próximo paso de la extraordinariedad. Ya sabéis que puede ser muy tarde, o muy pronto.