Se juntaron en el Etihad dos súper equipos, que aunque se empeñen en negarlo, van a estar disputando la Premier League hasta las jornadas finales. Dos equipos con carencias, pero que pueden disimularlas gracias a la calidad que poseen. Lo que pasa es que en uno de los dos está Mourinho, y eso rompe la baraja.

Cincuenta minutos antes del inicio del partido ya sabíamos que iba a ser de los que definen campeonatos. El Manchester City con Dzeko y Negredo arriba, quitándose de encima cualquier ilusión de parapetarse; el Chelsea con cemento armado (Luiz, Matic) en la sala de máquinas y Ramires por Óscar para que Willian ocupase el carril central. Ataque jovial contra defensa industrial como punto de partida. Pero solo eso, de partida.

Arrancó el partido con el equipo de Pellegrini jugando con prisa y sin pausa atropellando a su rival. Tras una jugada que recordó, pero a la inversa, a la que condenó a Hart a la suplencia, comenzó el partido de Touré. El costamarfileño a penas fue compañero de Demichelis -el hoy otro centrocampista-. Atrás solo bajaba a buscar el balón cuando este tardaba en llegarle, quedando patentes ciertos desbarajustes en la nueva pareja. La fórmula parecía casar bien por momentos, con el ex del Barça activando sectores y jugadores con todas las superficies de su pie y llegando al balcón del área causando cierto pavor. Tanta ventaja generaba en carrera que los dos puntas mostraban comportamientos muy abiertos cayendo mucho a banda.

Pero la marea bajó y aparecieron todas las costuras citizen. Las mismas que Pep descubrió hace unos meses. La espalda de Touré, Silva y Navas no era una autopista, era una autovía que no exigía peaje y ahí Hazard reventó el partido. Partiendo desde la izquierda y lanzado con balón, sus movimientos se completaban con William sin él: el primero fuera-dentro, el segundo dentro-fuera para ir al costado donde en el Shakhtar parecía comprar un billete para Brasil. Toda la tarea defensiva quedaba en pies de Demichelis, Kompany y Nastasic, que obligados a reflexionar y leer la jugada hicieron aguas. No es que los blues encontrasen el hueco entre líneas, es que no había líneas. Los arrebatos del Chelsea espaciaban y alargaban a su rival, y ahí se cambió el signo del partido.

Mourinho leyó el hueco que Pellegrini había creado pensando que no tendría consecuencias, y solo un punto de calidad arriba impidió que el dominio sirviese para cerrar el marcador. Eso y la madera que hasta en tres ocasiones se alió con el hasta hoy líder de la Premier.

Tras la tercera vez que el palo repelió el intento de la pelotita por besar las mallas el partido se volvió a equilibrar. Yaya, que tras el descanso había matizado un poquito su posición retrocediendo unos metros y Silva que se quedó establecido definitivamente en el carril central –y mirando a la derecha- comenzaron a enlazar jugadas que pudieron igualar el marcador. No fue así, como tampoco fue la sentencia del Chelsea. Pero a los de Mourinho les daba igual: es una certeza que siguen luchando por la Premier como los que más. Las dudas… para Pellegrini.