Durante la era de Guardiola llegamos a pensar que el Barça pertenecía a la estirpe de Eddy Merckx, máximo representante de ese tipo de ganadores que empequeñecen la memoria de sus rivales y solo han de rendir cuentas ante la Historia. Al principio de aquellos días el Real Madrid estaba al límite de su resistencia. Una hornada de futbolistas extraordinarios se desangraba incapaz de oponerse al avance blaugrana. Llegó Cristiano Ronaldo, rival generacional de Messi, a sentar las bases de un proyecto deslumbrante, pero no fue suficiente. Durante un tiempo el Barça aún parecía empeñado en perseguir las estrellas, ajeno a los dolores de los simples mortales. ¿En qué momento nos dimos cuenta de que el equipo de Leo y Guardiola no estaba solo, de que tras su estela se retorcía el Madrid, recortando distancias a cada pedalada? ¿Cuándo supimos que la epopeya solitaria se iba a convertir en un eterno duelo a muerte, como el que concluía, hace ya más de medio siglo, en las cumbres del Izoard? ¿Fue en la final de Copa de 2011? Esa noche el Real Madrid en pleno se entregó al guión con el que José Mourinho pretendía imponerse al Fútbol Club Barcelona, pero el portugués había comenzado a diseñarlo meses atrás, en una de las noches más gloriosas del Camp Nou. “¿Inferiores?” “Sí”, parecía pensar Mourinho. “De momento”.

Aquél 5-0 inflingido por el Pep Team puso al Madrid en sus manos. Lo único que le quedaba a José era escribir un relato convincente que hablara de épica y convirtiera la certeza de la inferioridad en un argumento competitivo. En la derrota solo hay dolor pero la inferioridad es un estado transitorio que promete la gloria a quien sea capaz de resistir el tiempo suficiente. El Real Madrid creció en las sombras, se hizo fuerte y aprendió a inventar enemigos para justificar sus momentos de flaqueza. Si un colectivo se niega a admitir que ha caído nadie podrá derribarle. Esa es la herencia de Mourinho, la convicción de que el fútbol siempre reserva una segunda oportunidad para el que no se rinde. Aquella plantilla atemorizada se convirtió en una máquina de competir que agarró al Barça del cuello y le obligó a inclinarse hasta chocar con su mirada. En ese momento la criatura devoró a su creador, porque ellos ya no podían sentirse inferiores a nadie y Mourinho solo puede convencer a los grupos que aceptan necesitarle.

Por eso mismo, la derrota del Real Madrid en el último clásico ha sido un golpe más duro de lo que pueda parecer. Da la impresión de que el equipo blanco pensaba que era el momento propicio para culminar un lustro de paciente escalada, desnucar al Barça y sentarse, por primera vez, a disfrutar de las vistas. Sin embargo, Piqué, Iniesta y Messi se agarraron a su último –e interminable- aliento, dirigieron la victoria en el Bernabeu y destaparon todos los fantasmas blancos. Esto contextualiza las reacciones de Ramos y Ronaldo, que han regresado al discurso de la conspiración, a la cobertura psicológica que les hizo sentirse protegidos en sus peores momentos. Su actitud, pese a lo censurable, no deja de formar parte de una tradición competitiva que, compleja y contradictoria, es la única que les ha permitido sobrevivir a Messi. Sin ella no habrían podido resistir tantos años de persecución y, probablemente, los aficionados al fútbol no habríamos disfrutado plenamente todo lo que tenía que ofrecer esta generación.

Permitidme mencionar, a manera de epílogo, el triste final de otro gran enfrentamiento. Gino Bartali, tras la prematura muerte de Fausto Coppi, su rival deportivo y político -y, también, amigo-, confesó que se había obsesionado tanto con derrotar al joven aspirante que al final de cada etapa mandaba a su gente a registrar la habitación de Coppi en busca de cualquier indicio médico o alimenticio que le permitiera atisbar cuál podía ser su estado de forma. Bartali lloraba al confesarlo; lloraba por haber traicionado a su querido enemigo, del que ya no quedaban más que recuerdos; alguno de los más hermosos, además, los habían vivido juntos, colgando del cielo. Del mismo modo, los mejores años del Barça habrían sido una carrera triste y solitaria si su máximo rival no los hubiera agrandado encontrando la forma de competir hasta el agotamiento. Cada cual tiene derecho a vivir el combate como le plazca, envuelto en polémicas y agravios, si así lo desea, pero los años pasarán de largo, indiferentes a estas pequeñas miserias, y al final también nosotros nos quedaremos a solas con nuestros recuerdos. Disfrutar cada minuto de esta rivalidad es un privilegio que nos pertenece en exclusiva y yo creo que merece la pena agradecer que un enemigo tan digno haya sabido añadir matices blancos a la mejor pintura de la historia blaugrana.