Es posible que verlo pegarse esos slaloms imposibles, que convertían cualquier jugada normal en jugada de gol nos haya cambiado la perspectiva. Nos haya hecho olvidar la esencia. De él y del deporte en el que juega. Es posible, porque Messi no es únicamente un jugador de explosividad nuclear y regate enloquecido. Y por supuesto no juega solo, aunque a veces, la gran mayoría, pueda ganar sin demasiado acompañamiento.

Es posible que a fuerza de verlo pegarse esos slaloms imposibles, afición, directiva, entrenador y compañeros se hayan olvidado de que necesitan darle algo. Un marco, una estructura, un mecanismo, una interactuación. Algo. Porque Leo es regate, sí, pero también es una tormenta de fútbol que necesita de sus compañeros, como en una sociedad simbiótica, para poder llegar a las máximas cotas, individuales y colectivas. La pared en la frontal, extremos abiertos que le den espacio por dentro y el pase atrás, ruptura por delante para ganar metros y colocar el pase, interiores bien situados que le den continuidad y espacio a sus jugadas. Todo eso reclama Messi para ser mejor y hacerte mejor, y nada de eso ha estado recibiendo.

En lugar de eso, lo que ha recibido ha sido la nada. Compañeros perdidos en un mar sin sistema que más que favorecer entorpecen, e incluso saltan, la dinámica del astro argentino. Y es posible que aún en esas, el Messi de 2011 agarraría la pelota y dejaría tiritando al rival. Pero criticar eso es criticar que alguien que ha acabado con rivales y competiciones, que ha acabado con el fútbol, acabe también con el tiempo. Criticar eso, es criticar a alguien por que no es capaz de hacer un deus ex machina cada cuatro días. Criticar eso, es no ver la realidad. Porque la realidad ya la dejó marcada Guardiola en ese 2011: “Esperemos que Leo no se aburra y el club le dé los jugadores adecuados para rodearle. Es posible que por verlo pegarse esos slaloms imposibles, nos hayamos olvidado de esto.