¿Cuál es el origen de todo esto? ¿Qué hace que nos guste tanto este deporte?

Quizá ya no nos acordemos, pero muchos de nosotros asociamos los primeros recuerdos de nuestra vida, a ese balón tras el que corríamos en el patio del colegio. Esos primeros goles increíbles, que valían más que cualquier título, pues nos conseguían el respeto y a veces la consideración de héroe, por parte de tus compañeros de pupitre.

Seguramente en los primeros recuerdos de Cesc Fàbregas, aparece ya con el cuatro en su camiseta blaugrana, levantando la cabeza buscando el pase entre líneas, esa asistencia que acabará sí o sí en gol y en el agradecimiento eterno de su compañero de turno en la Masía. Un compañero que bien podría ser Leo Messi, perteneciente a su misma generación. Y una asistencia que podría derivar en el aplauso de otro de sus colegas en el campo; Gerard Piqué.

Los gritos en catalán del formador de turno, habrán resonado en sus recuerdos, muchas de esas noches que ha pasado en una de esas extraordinarias mansiones londinenses y que, probablemente, volverá a pasar en sus próximos años de carrera profesional en los blues.

A los dieciséis años echó un vistazo a su alrededor y pensó que necesitaba crecer como futbolista, y qué mejor que hacerlo con los galones que le serían otorgados por Arsene Wenger en un Arsenal, que todavía tenía los ecos recientes de ser catalogados como los Invencibles.

Allí maduró como futbolista y en apenas dos años ya tenía el mando del equipo. Ya era el pequeño general y sobre sus espaldas retumbaban los cañones de sus gunners. Pero Francesc nunca perdió de vista que su objetivo era triunfar en el club que le vio nacer, y cada verano volvía a reunirse con sus amigos, con su familia, con sus raíces y su entorno. Y se preguntaba qué había sido del otro Cesc, el que no tomó la decisión de irse a la Premier y sí de seguir al lado de sus compañeros de la infancia.

En el Arsenal no hizo una, sino casi dos carreras futbolísticas. Ocho años dan para mucho y de la mano del entrenador alsaciano aprendió a interpretar el juego, a entenderlo y sobre todo a manejar el tempo de cada partido, al ritmo inglés, sí, pero como sólo los grandes maestros lo han hecho. Se ganó el cariño y la admiración de una hinchada que lo idolatraba como si en vez de haberse criado en la Masía, lo hubiera hecho en St. Albans y con un perfecto acento británico. Aun así cada noche, cada verano, él seguía soñando con llevar a su espalda un cuatro teñido de blaugrana.

Finalmente y sólo cuando Wenger consideró que había cumplido con su misión, le dejó marchar y volver a casa a cumplir su sueño. Poco imaginaría el de Arenys que no sería un sueño pleno, que ya no era el niño que marchó a aprender otro idioma futbolístico, sino un futbolista en plena madurez en su carrera y que sabía que podía hablar el idioma Barça, aunque con cierto acento del norte de Londres…

Y lo intentó, lo intentó de todas las maneras que le dijeron y que le dejaron. Siempre en cada partido debía volver a explicarse, a justificar  por qué su vida había pasado por las islas británicas y no se había delimitado a los fondos y las tribunas del Camp Nou. Misión imposible. Finalmente este verano, cansado ya de justificarse, ha vuelto a la tierra donde no se piden explicaciones, donde, simplemente, se juega al fútbol de ese patio de colegio que todos tenemos pintado de colores en nuestra memoria…