Si miramos los números del arranque de temporada de Neymar son para echarse a temblar. En 6 apariciones -dos de ellas en UCL- lleva anotados 8 goles, algunos de ellos decisivos para el resultado final. El brasileño empieza el curso siendo importante en una de sus asignaturas pendientes de la temporada pasada: la relación con el gol. A esto debemos sumar la mejora sustancial del binomio Leo-Ney, una mayor participación en el juego de ataque e incluso un notable compromiso defensivo asumiendo las obligaciones zonales y participando activamente en la presión tras pérdida. Leyendo estas líneas parece que estemos ante la eclosión definitiva del carioca en can Barça y, siendo justos, tampoco es así.

Ha tenido tramos de partidos a un nivel altísimo, incluso de exhibición, como aquellos primeros 25 minutos en el Madrigal: mezclando el fuera-adentro, asociándose y manejando escalones, apareciendo por todo el frente de ataque, siendo referente e impredecible…  Pero la gran duda que me asalta no son esas situaciones «guadianescas» jugando al escondite dentro del partido o su falta de finura y acierto en acciones técnicas de control o regate. Ni mucho menos. Hasta cierto punto son entendibles puesto que están en consonancia con el nivel demostrado por el propio conjunto. Lo que me trae por la calle de la amargura es la bipolaridad que sufre Neymar entre una acción y otra, en cuestión de segundos.

No logro comprender como un jugador que es capaz de dominar el juego, espacio y compañeros en una jugada  a la siguiente puede dar la sensación de que es un recién llegado al equipo. Y no estoy hablando de toma de decisiones, de equivocarse en un pase, errar en el timing o abusar del regate o la conducción. Me refiero a engranar en el mecanismo de ataque culé, a conocer qué harán sus compañeros y actuar en consecuencia, a saber qué ha de hacer, acierte o se equivoque, a la comprensión. Podría ser un tema de concentración, de esfuerzo físico o psicológico, de falta de madurez o de adaptación tras más de 15 meses en el club. A mi me cuesta entenderlo y ninguna de las razones anteriormente enumeradas creo que tengan suficiente peso para justificar lo que ocurre. Porque no hablamos de algo puntual sino de un diagnóstico que se repite partido a partido.

Quizá la solución a este enigma sea la más sencilla y a la par la más peligrosa, que Neymar Junior sea así. Que en el futuro -y presente- tengamos que convivir con su irregularidad jugada a jugada, con esa mezcla de genialidad y desesperación tan sudamericana. Que cada acción finalice con nuestra boca abierta, bien de incredulidad o bien por un largo bostezo. Y como suelen acabar la mayoría de análisis en Rondo Blaugrana, en este aspecto en manos de Luis Enrique estamos, que no es poco.