El síndrome de Stendhal es definido como un éxtasis de belleza inexplicable que se escapa a cualquier razonamiento científico sobre cualquier sentimiento humano, quedando para siempre en el recuerdo de nuestro ser. Lo curioso es que la interpretación para algunos de esta situación sea tan simple como el disfrute y el goce que produce en ese momento tal situación, irreemplazable e irrepetible, y algunos tan solo necesiten de coeficientes de actuación de órganos sensoriales para catalogarlo como síndrome, enfermedad o mito. Y es que todo aquello que altera nuestra sensibilidad tiende a adulterar nuestro equilibrio conceptual de las cosas. Para unos, hay equipos que por suerte surgen en un momento en nuestra cultura y sociedad futbolística rompiendo con todos las normas establecidas, partiendo y yendo hacia el disfrute y recuperar el gusto por recuperar la esencia, virtuando una realidad desvirtuada, convirtiéndose en nuevo desconocido en la sociedad de los desconocidos ilustres. Otros ven a estos como una amenaza hacia su ser común. Para conseguir rápidamente la paz en el ecosistema, y  que no pongan en peligro la especie, estos equipos son utilizados y estudiados en laboratorios con las más altas y sofisticadas tecnologías para llegar en todos los momentos de la historia en que aparecen a la misma solución, hay que destruirlos. Se estudia para destruir.

Como jamás lo entenderemos -porque es inentendible para aquellos que descansan conformándose con lo científico- aquellos que prefieren atender antes al número y al color de la carta en lugar de disfrutar de la actuación y del truco de magia creen para sí entender el propio truco y logran quitarle todo merito al mago. Les importa solo y exclusivamente el resultado del número de veces de agita las cartas o mueve los dedos. Conclusión, se pierden lo que jamás se volverá a repetir y no disfrutan. Se conforman en su engaño creyendo que han mejorado en la realización de repliegues bajos en lugar de CREAR. Crean pasillos interiores, evolucionado coberturas y para rematarlo, lo llaman trabajo…trabajo. Es como si Salieri hubiese utilizado a Mozart para mejorarse a sí mismo a partir del compositor austriaco y no desmejorarse intentando destruir a su homónimo musical intentando robar y enturbiar todo aquello que emergía del genio de Salzburgo. Y con un único fin, que no era otro que alcanzar la gloria que su ambición desmesurada le hacía anhelar a la vez que su mediocridad le negaba, utilizando cualquier método para conseguir un resultado efímero que tan solo a él conformaría.

Como todo es considerado materia lo llevamos a lo vulgar, no medimos la esencia por lo que ofrece sino por lo que se gana. La Naranja Mecánica no fue campeona del Mundo, la Quinta del Buitre no fue campeón de Europa, el Barça de Cruyff tuvo derrotas escandalosas, pero éstos equipos se han hecho eternos en nuestro inconsciente por ser distintos a lo que en su época se ofrecía. No tengo que hacer ningún tipo de esfuerzo para meterlos en la memoria con todos los honores ya que los grandes equipos se acomodan solos en el recuerdo. Dios nos libre de los cientificistas que todavía no entendieron que el fútbol es un hecho cultural y que no se puede interrumpir una emoción. Elegir atletas con la intención de militarizarlos, con la intención de hacerlos futbolistas tácticamente perfectos es una ingenuidad dañina que conduce a la mediocridad. Para jugar a no jugar -como diría Valdano- cualquier jugador es bueno, incluso uno malo. En este fútbol de arte industrial este tipo de jugadores se han hecho sumamente importantes para el proceso productivo que SUS entrenadores. Necesitan crear con la metodología de “apretar el botón del mando”. ¿Quién, con un mínimo grado de sensibilidad, se acordará de la Champions del Chelsea de Di Matteo, del partido a partido, intentando plantear «¡¡un mismo partido siempre!!»? ¿O del Madrid de los 100 puntos en un periodo de 30 años? En estos casos, seguro que los recordamos, pero no por ningún mérito futbolístico.

En un grito desesperado diría que estoy harto de los ganadores natos, harto de los dueños de la palabra eficacia. El día que encontremos a alguien que dentro del mundo del fútbol diga “lo único importante es perder”, esa polémica quedará autorizada. Hasta entonces, convengamos que todos queremos ganar y cada uno lo intenta a su manera. ¿Cómo hacemos para ganar? ¿Qué idea usamos? Ahí empieza el debate y no antes. Recorrido ese tramo del debate en la extensión que merece, pasamos al orden, otra de la obsesiones del nuevo fútbol. Equipos ordenados, compactos y eficaces, sin complicaciones, preparados y necesitados para recibir órdenes. Todo equipo necesita de una horma colectiva que es la organización y el jugador debe de encontrar en ella su lugar, debe volcar en ella su esfuerzo y está obligado a exaltar desde ella sus condiciones individuales. Lo repito para que comprueben mi amplitud mental: para jugar hay que correr, cumplir con obligaciones respetando los principios para la evolución del modelo, ser tácticamente perfecto, porque ahí encontraré la belleza de esto. Ya está. Demostrada mi adaptación a la modernidad formularé una pregunta para aquellos que saben de todo esto ¿Qué tiene que ver el sacrificio y el orden con tirar la pelota a cualquier parte? No le den más vueltas, o se desconoce el juego y somos sinceros con nosotros mismos y con aquellos que atesoramos, ofreciéndoles la demanda que nos lo concedan, o se tiene miedo viendo peligrar nuestro ecosistema de plástico. Desde el miedo y la cobardía siempre le pondremos “peros” a aquellos que “juegan muy bien ¿pero qué han ganado? Seremos víctimas a pesar del estudio de la destrucción autodestruyéndonos, intentaremos quedarnos con una partitura creada por otros para utilizarla con un fin que no es nuestro ni nos pertenece. Y esto ocurre por no creer en la magia y por no ponerle nombre AL EQUIPO QUE SE NOS VIENE A LA MENTE CUANDO HABLAMOS DEL SINDROME DE STHENDAL.