Decía Cicerón que el impulso creador del artista se manifiesta en el motus animi continuus, un estado del alma en el que reside, así lo describió Thomas Mann en inmortal pasaje, “la esencia de la oratoria”. Tal estado, sin embargo, no debe confundirse con la inspiración: las Nueve Musas solo visitarán al artista que las convoque día tras día, hora tras hora, abonando el yermo en bruto de su imaginación con paciente trabajo y agotadora disciplina. Entonces, y solo entonces, florecerá la inspiración, con esa displicente facilidad que hace exclamar al observador casual, “yo también podría hacerlo si me pusiera”, pues nada conmueve menos al profano que las noches solitarias del creador. En cierto modo es comprensible. ¿Qué sería del arte si el público supiera que el artista no es más que un obrero que le dedica muchas horas a su profesión, tan elegido por las musas como un conductor de autobuses o un relojero? Cierta dosis de misterio parece formar parte del contrato elitista en el que se basa el arte, al menos en nuestro sistema socioeconómico, pero nos sigue sobrecogiendo el amor fanático con el que Katherine Mansfield exclama, a punto de ser consumida por la tuberculosis: “Vivo para escribir. ¡Dejadme terminar mi obra!” Así, y no de otra forma, se alcanza el motus animi continuus de Cicerón: dejándose abrasar por las llamas de una pasión creadora que no distingue la vida de la muerte.

Ese fuego interno se ha apagado en el Barça, aunque es justo reconocer que aún ardía mucho después de que la excelencia en su juego se convirtiera en simple nostalgia del pasado.  Hace un par de años el equipo atravesó todos los círculos del infierno en el Allianz Arena y, sin embargo, se negó a aceptar su caída. «Aunque perdamos, aunque las llamas calcinen nuestros huesos, recordad que somos los mejores. Solo necesitamos un momento de calma antes de alzarnos de nuevo”, parecían decir los barcelonistas. Era mentira, desde luego, pero ellos lo creían. La esencia creadora del Barça del siglo XXI no es ninguna versión inmutable del juego de posición, ni una disposición táctica concreta, sino cierta convicción imprecisa de que los nois de la Masía son dueños de un secreto que les hace invencibles, y cualquier artista que trabaje con la convicción de que sabe algo que los demás ignoran, terminará por adivinar en las sombras el rostro de las musas. Por otra parte, si Leo Messi está de su lado, las musas enamoradas le descubrirán placeres vedados a los simples mortales. Tal es la grandeza de este Barça imperfecto que se levanta una y mil veces, escupe la sangre y vuelve a mirar a los ojos a sus adversarios: su obtusa creencia en que la derrota no es más que ese período de intriga que une dos victorias. Por eso ayer, en cuanto se dio cuenta de que las facilidades que le concedía el Manchester City no eran ninguna celada, las cenizas se incendiaron y el Barça ejecutó un primer tiempo apabullante, que no está al alcance de ningún equipo del mundo. O de ninguno que carezca de Leo Messi. No quiero, de verdad lo digo, menguar el mérito del Barça: fue pura magia, y ni el más competitivo de los entrenadores habría logrado detener el huracán de virtuosismo desatado por los rescoldos del proyecto más dominante de la historia.

Pero llegó la segunda parte y, quizá por primera vez en los últimos años, emergió un equipo sin orgullo, dispuesto a bajar la mirada ante la fatalidad. Por primera vez en mucho tiempo el Barça no se sintió un equipo especial. El Manchester City apretó un poco la espalda del receptor y le dio algo con lo que trabajar a Agüero; no mucho, pero suficiente para hacer caer todas las máscaras. El Barça se encomendó, sencillamente, a la lectura de Piqué y al abismo de talento de Leo Messi. Puede ser lógico, y puede ser suficiente, pero no hay grandeza en ello. Que un equipo con Piqué, Mascherano,  Alves, Iniesta, Busquets, Neymar y Messi sea incapaz de imponer su calidad para bajarle el ritmo al partido mediante alguna cadena de pases resulta inverosímil, pero que no lo intente siquiera es casi una grosería. Porque, sin menoscabo de que el vértigo sea el nuevo -y ventajoso- sello de este Barça, la primera parte demostró que la síntesis es posible; demostró que, si el rival no es una máquina perfectamente engrasada, los chicos de la Masía aún pueden pisar el acelerador sin soltar el freno.

Pero a este equipo le falta la épica del artista que no duda de su lugar en la posteridad. A día de hoy el Barça podrá jugar bien, o razonablemente bien; podrá someter a sus rivales desde la pura superioridad técnica de alguna de sus piezas y alzarse con todos los títulos, pero adolece de la fe ciega que le hizo temible. Y aclaro que no considero relevante que se juegue a aglutinar posesión o a perfeccionar el contragolpe, pues nada definitivo se ha escrito sobre el amor y la belleza: el Barça debe encontrar su camino, y cualquiera es bueno, pero si pierde la pasión creadora a la hora de ejecutarlo, se convertirá en un equipo más. Leo Messi puede validar cualquier propuesta, lo admito, incluso una que prescinda de todo sistema de creación de ventajas, pero los años pasan, y las decisiones de hoy forjan la tradición de mañana.  Me importan muy poco, no se imaginan hasta qué punto, aquellos cómputos que tasan las leyendas en términos de victoria o derrota. Encomendarse por sistema a la calidad infinita del mejor jugador del mundo en lugar de colocar las semillas de un renovado modelo colectivo es una decisión que, no quepa ninguna duda, tendrá consecuencias en el futuro de este club. Quizá no había otra manera de hacer las cosas, pero aferrarse a cualquier tipo de victoria no siempre es el camino más corto hacia el éxito, y yo me pregunto si el Barça de Luis Enrique estará dispuesto a morir de pie cuando el fútbol le ofrezca vivir de rodillas.