Confesaré sin disimulo que en los instantes finales del Madrid-Schalke un pánico atroz se adueñó de mí. Por circunstancias que no vienen al caso tuve que ver el partido en casa, cosa que no acostumbro a hacer porque aquí no se respeta la liturgia futbolística como es debido. No quiero entrar en detalles. Si aquellos minutos dramáticos me pillan en un bar, una jarra de medio litro de birra me hubiese ayudado templar los nervios. Pero en mi casa -que ni beben ni fuman- no tuve otra que aguantar el chaparrón sin más paraguas que mi frágil sobriedad, socavada a partes iguales por las travesuras de Meyer y Sané -dos adolescentes que bien pudieran ser beliebers– y la incompetencia de Casillas, el portero de los anuncios de seguros.

Antes de que el 3-4 subiera al marcador, aquel esperpento no parecía más que una broma pesada. Pero llegó el trallazo de Huntelaar y con el gol se abrieron las puertas del mismísimo infierno. A partir de aquel momento, mis histéricos alaridos cada vez que el balón rondaba la frontal, mis lamentos de viuda cuando lo perdíamos y mi congoja acompañaron cada lance del juego para mayor «descojone» de mis padres y mi hermana, allí presentes.

En pleno asedio alemán, cuando faltaban un par de minutos para el pitido final y Casillas había salvado en dos ocasiones al cadáver de su equipo -el colmo-, no pude aguantar la presión y corrí a encerrarme en el lavabo. En casos de extrema emergencia madridista se convierte en mi refugio, como si fuese el metro de Londres en pleno bombardeo de la Luftwaffe. Y ahí permanecí, con la música a tope y rezando como un cobarde -soy profundamente ateo- con la imperiosa esperanza de que cuando asomase por la puerta no se oyese música de petardos, simpática y ancestral tradición barcelonesa que conmemora las debacles del Madrid.

Aquel partido fue, en resumidas cuentas, una comedia que debió ser tragedia. Ya se sabe que una buena película no precisa más de 90 minutos para trascender, indistintamente del género que nos ocupe. Todavía hoy, pasados 10 días, se me encoge el estómago al recordar tan traumático episodio. Es una extraña sensación de culpabilidad que no experimentaba desde mis tiempos de colegial imprudente, cuando no había hecho los deberes o me presentaba en casa con siete cates en el zurrón. Cualquiera que haya sido niño o haya leído “Demian” de Hermann Hesse sabe de lo que hablo.

Cuando el árbitro puso fin al suplicio pareció que eran los jugadores del Schalke los que consolaban a los blancos, que imploraban clemencia en medio de una bronca tan atronadora como razonable. A falta del certificado de defunción, los futbolistas del Madrid abandonaron el terreno de juego con la extremaunción grabada a fuego en sus penitentes rostros.

Sirva este sincero prólogo dejar constancia del trance de esquizofrenia que atravesamos mi equipo y yo.

Ahora ya sí, el Madrid.

A pocas horas del duelo en el Camp Nou, el paisaje que rodea al equipo blanco es dantesco. El juego ha desaparecido, Ancelotti parece un monigote incapaz de tomar las riendas y poner un poco de orden y los jugadores hacen la guerra cada uno por su cuenta. En nada se parecen los equipos que se dieron cita en la primera vuelta en el Bernabéu. Tan mal estamos que no cabe descartar ninguna hipótesis, por muy descabellada que sea.

El Madrid atraviesa el peor momento de la temporada justo antes de medirse a un Messi totémico. Las causas que han llevado al equipo hasta esta situación son muchas e intentaremos desglosarlas.

La estructura empezó a tiritar cuando Modric cayó lesionado de gravedad en un maldito partido de selecciones. Quien me conoce sabe que no soy objetivo con Luka: es el mejor centrocampista del mundo. Su ausencia dejó al equipo sin su guía espiritual, cierto, pero pocos pensaban que las consecuencias fueran a ser tan trágicas. El Madrid parecía tener argumentos, sistema y jugadores para suplir con mucha más diligencia la ausencia del hombre clave. Sin Modric, el Madrid siguió ganando con regularidad, pero algo se había roto en la línea de flotación blanca, tal y como fueron demostrando el paso de los partidos y la pérdida de puntos. El duelo contra el Sevilla en el Bernabéu (2-1) marca el otro punto de inflexión. Al Madrid se le ven todas las costuras, firma la peor actuación de la temporada hasta entonces y, para colmo, caen lesionadas dos piezas insustituibles: James -tres meses- y Ramos -casi dos-. Desde entonces el Madrid ha entrado en barrena: paliza en el Calderón, empate contra Villarreal, derrota en Bilbao y lo del Schalke.

Si la baja de Modric fue capital, la de James resultó ser especialmente sensible. Sin ellos, Kroos perdió sus mejores socios en la elaboración y la BBC a sus mejores asistentes. Si Modric es la esencia misma del Madrid, James es su secreto mejor guardado. El colombiano templa, juega, aparece por todos lados sin ser detectado, llega al área, tiene gol y un pie que todo lo puede. La BBC ha sido la gran damnificada por esta coyuntura. Desasistidos y desconectados del juego sin sus dos surtidores predilectos, se han visto obligados a participar del juego entre líneas para dar fluidez a la circulación, circunstancia que les aleja de su razón de ser: el gol y el área. La BBC, además, ha demostrado no ser tan autosuficiente como parecía.

Más allá de lo estrictamente futbolístico, lo grave de las ausencias de Modric y James es que destapan deficiencias endémicas en la estructura del club y obligan a preguntarse si todo era tan bonito como parecía hace cuatro meses. ¿Estuvo bien hecha la planificación, diseñada casi exclusivamente por Florentino? ¿La plantilla está compensada? ¿Es Ancelotti un entrenador tan apto como creíamos, ahora que impera la necesidad de tomar decisiones drásticas para reconducir el rumbo de la nave?

El técnico italiano tiene una gran cuota de responsabilidad en la crisis. No ha sabido darle los matices necesarios a un sistema y a una idea de juego que se ha ido oxidando a la vista de todo el mundo por falta de intervencionismo. Su tozudez le ha impedido introducir cambios y adaptarse a la realidad de su equipo -no se puede jugar igual con Modric que con Illarra- y a la de los rivales, que cada vez le tienen más pillado el tranquillo. Poco amigo de las rotaciones, Ancelotti ha trazado una la línea roja que separa a titulares de suplentes. Esto genera varios conflictos relacionados con la competencia interna: los fijos juegan siempre sin importar su rendimiento y los menos habituales viven frustrados porque se ven incapaces de entrar en el once por muy bien que trabajen. Khedira, Illarra, Coentrao o Jesé, con un peso importante hasta no hace mucho, viven de los minutos de la basura y su contribución es cada vez más vacua.

Por otro lado, el Madrid ha perdido ímpetu y eficacia en ambas áreas. Ni es sólido atrás ni resolutivo arriba. De cara al Clásico, la recuperación in extremis de Ramos es un alivio que queda en un segundo plano cuando uno cae en la cuenta de que el guardián (?) de la meta blanca es, ay, Casillas. Arriba, como casi siempre, dependeremos del ángel de Benzema y del martillo de Cristiano, a la espera de que la moneda al aire de Bale salga esta vez cara.

La gran baza del Madrid en el Clásico pasa por trasladar el combate al centro del campo y evitar un intercambio de golpes de consecuencias impredecibles. Si Modric y Kroos se adueñan del balón, el Barça sufrirá porque es fácil torpedear su estructura defensiva en estático. Ahí Luka es vital por su capacidad para hacer explotar las virtudes de sus compañeros y del sistema -como el mejor Xavi- y por detectar y castigar los puntos débiles del rival -como el mejor Iniesta-. Si los centrocampistas blancos conectan con frecuencia con la BBC tejiendo una red de pases con ritmo y profundidad -más Isco merodeando por las proximidades del área de Bravo-, el Madrid inclinará poco a poco la balanza a su favor.

En caso de pérdida de balón y contragolpe dirigido por Messi, el Madrid dependerá de la inspiración de Ramos y Pepe, vista la nula capacidad y la falta de especialistas que tiene el Real Madrid para recuperar el cuero. Para sobrevivir al tridente azulgrana, los centrales blancos están obligados a completar una actuación que quedaría en los anales de la historia.

No recuerdo jamás un partido cuya previa estuviera tan polarizada por un solo jugador. Todos los análisis saltarán por los aires en cuando la pelota se pose obediente en la zurda de Messi. Los designios del partido los marcará indefectiblemente el 10 del Barcelona, por lo que lo escrito hasta ahora -y me sabe mal decirlo- no valdrá de nada. El Barça parte como favorito casi exclusivamente por el momento de forma de su estrella y por la deriva mostrada por los blancos, lo que me lleva a cerrar esta previa con las siguientes conclusiones:

¿Es capaz el Madrid de ganar al Barça? Sí. ¿Es capaz el Madrid de frenar a Messi? No. ¿Es capaz el Madrid de ganarle al Barça sin frenar a Messi? Hete aquí la pregunta del millón. Mañana, la respuesta.

Permítanme, para acabar, unas escuetas líneas sobre Messi a modo de homenaje pagano. Pero que no salga de aquí.
Leyendo el otro día el delicioso texto “Sed felices” de Otsuka sobre el Barça-City llegué a una conclusión tan cruel y dolorosa como cierta: mientras Messi juegue en el Barça, la felicidad seguirá siendo un misterio para mí. Esa crónica me llevó a interrogarme incluso sobre cuestiones de orden filosófico y religioso. ¿Es Leo la persona que más feliz ha hecho a sus devotos feligreses desde Jesucristo, un tipo capaz de convertir el agua en vino pero no de marcar goles? Ahí lo dejo