LA ILUSIÓN DE SEGUIR JUGANDO

Atrapado en su destino, el Athletic ha cumplido con la novedosa tradición de alcanzar la final de Copa cada tres años, que viene regada por la añeja modernidad de no competirla. Seguramente tenga algo que ver el hecho de haber encontrado allí siempre al mismo rival en la misma situación: un Barcelona engalanado para inaugurar o clausurar una brillante época de éxitos históricos.

Cuentan que al irrepetible Jorge Luis Borges, casi tan célebre por sus ocurrentes respuestas como por su brillante obra literaria, le contaba un amigo un día que el general Galtieri, presidente de Argentina en aquel mismo momento bajo la dictadura militar, había confesado que su ambición era seguir el camino de Perón y parecerse a él. La interrupción de Borges no se hizo esperar: «Caramba, es imposible imaginarse una aspiración más modesta«.

El Athletic, contra lo que pueda parecer, no cuenta con la modestia entre sus indiscutibles y centenarias virtudes. No aspira a la gloria de los mejores ni ambiciona seguir el camino de ningún ganador ejemplar. No quiere parecerse a nadie más que al recuerdo que tiene de sí mismo. El romanticismo no permite equivocarse a los modestos, no les ofrece ni una tregua porque el juego es una cultura de riesgo y amor propio. Sea selección natural o evolución de la especie, suele decirse que quien juega a ser extrañado se arriesga a ser olvidado.

Es un viejo y entrañable león, sus leyes no rigen y ya nunca volverán a regir donde la educación se fundamenta en la convicción de que no se puede vivir de ilusión. Pero si 117 años no son suficientes para convencer a todos, no puede ser una cuestión de tiempo. La ilusión nos mueve más que el miedo y mucho más que el valor; bien lo saben aquéllos que amanecen desnudos en un mundo digital y se les hace de noche escribiendo con sangre su relato antes de dormir el sueño de los justos. Nadie duda de que el Barça quiere esta Copa tanto como el Athletic, pero si cierran los ojos, la imaginan como una meta volante, un apéndice imprescindible para su gran obra aún inacabada. Para su rival, es el principio y el fin de todo. La ilusión de mi vida.

Tanto escribir sobre ideales y vanidades que algún incauto podría pensar que el final de este relato es literario. El juego es el mundo real, el juego es competición y el Barça juega más, compite mejor y es más real, por muchos libros de la selva que uno crea representar. Tácticamente, se adivinan pocos recovecos en el punto de partida. Se espera que Valverde salga a buscar bien arriba al campeón de Liga, en un salto sin red que muchos creen necesario porque el campo propio abrasa los pies a quien aguarda. También lo espera Luis Enrique, que planteará vías de salida y movimientos en circulación que sorteen el ímpetu bilbaíno y salven sus previsibles dos líneas de presión. A partir de ahí, la final sería blaugrana porque no existe sostén táctico, físico ni futbolístico en el Athletic para sobrevivir a ese escenario.

Tampoco ofrece garantías ceder tiempo y espacio, y dibujar las líneas más cercanas a Iago Herrerín, lo que a su vez aleja el juego del único espacio sensible para el Barça. Para un Athletic que se sabe incapaz de competir muy atrás por falta de hábito y de habitación, las opciones pasan por impedir la salida -que el Barça no encuentre un receptor libre o en situación favorable para batir a un león- o “ensuciarla” -que tarde más tiempo en dar la pelota a Messi y Neymar-, aprovechar las ocasiones que el fútbol le brinde y esperar que suceda algo extraordinario. Nada que no haya necesitado ya tantas veces como para que se le borre la sonrisa. Ya lo escuchó Marcus Goldman de boca del protagonista en la fantástica novela La verdad sobre el caso Harry Quebert: “Nunca se sabe de qué es capaz la gente. Sobre todo aquéllos que creemos conocer bien”.

Jugar por el niño que volveré a ser,
Creer en el tiempo que no volverá,
Vivir por tus sueños, vivir es jugar,
Soñar tus recuerdos sin duda es creer.
Yo juego. Yo creo. Aúpa Athletic.