Ernesto Valverde está comenzando su cuarta temporada consecutiva en el banquillo del Athletic (la sexta si contamos las dos campañas que dirigió en la pasada década) con el éxito y el balance satisfactorio como denominador común. Una cuarta plaza y billete de Champions (con récord de puntaje incluido), una final de Copa y un título de Supercopa han adornado cada uno de sus tres ejercicios concluidos, convirtiendo la presencia del club en competiciones europeas en una costumbre adquirida.

Recibió en 2013 un equipo tan cansado de Bielsa como galvanizado por el estilo y el discurso de su pretendida locura, así que, desde su menuda serenidad y su conocimiento de las arterias del Athletic y su mito, supo conservar los rasgos de Marcelo que le interesaban sin levantar sospechas, y pintó de rojo y blanco algunos dogmas sin fe.

Su huella es felina, su estirpe es memoria. Su Athletic, que es el de todos, se reconoce a primera vista, y a eso los analistas lo suelen denominar identidad. Sencillo pero valiente en la salida, alterna dos circuitos para llegar a campo contrario (uno interior con guiño “lavolpiano” y otro lateral de líneas más verticales) y necesita los costados para acelerar. Un ritmo elevado es imprescindible para que consiga dominar el juego y ser realmente competitivo, y tácticamente, las dos piezas clave son el segundo medio y el primer enganche (que, además, definen con nombres propios la evolución de 2013 a 2016: de Mikel Rico a Beñat; de Ander Herrera a Raúl García).

Y así ha llegado Valverde a este verano, con las pérdidas prohibidas en primera línea, la defensa del balón parado y la compostura tras fracasar la presión inmediata como retos a superar. Listón y objetivos conocidos, potencial conservado en filosofía y una plantilla sin novedades: ha regresado Kepa Arrizabalaga para tratar de acercar el futuro, y han recibido su melena de león Mikel Vesga, Yeray Álvarez y Enric Saborit.

Total, que Txingurri llegó a las vacaciones convencido de que la novedad y las sorpresas las tendría que aportar él. Un equipo más capaz y más completo sin refuerzos en el vestidor necesita crecer mediante rutinas inesperadas, otros estímulos, nuevas formas de relacionarse. ¿Somos tan buenos como podríamos ser? ¿Cómo crecer si somos los mismos de siempre? Al fin y al cabo, como decía Eduardo Galeano, “somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.

Su Athletic, que es el de todos, necesitaba un cambio para subir un peldaño en la escalera de la ilusión. O eso pensaba Valverde…

Llegó la pretemporada, las “balas de fogueo” que diría Joaquín Caparrós, y el míster del Athletic probó cosas, ¡vaya si probó! Desde activar más tarde las bandas hasta cargar los circuitos interiores; escalonar permanentemente a los pivotes e incluso probar con Eraso en el lateral derecho…

Aún es pronto pero, a día de hoy, no se aprecia a ojos profanos ninguna mejora en ninguna debilidad del equipo. Tampoco se percibe continuidad en las nuevas ideas, aunque la verdad es que ha quedado la sensación de que Valverde ha hecho pruebas sin convicción. Como si durante las horas bajo el sol del verano hubiese meditado sus intenciones. Como si se encontrara en un compromiso que ya no sentía necesitar.

A todo esto, ha llegado la temporada y las balas ya son las de verdad. Al Athletic de Valverde, que es el de todos, le ha cogido a medio vestir, sin ritmo, con el pantalón enfundado en una pierna y la otra levantada con gesto de apuro, en mitad de ninguna parte. A las puertas de la ciudadela esperan los campeones de Liga y Copa, piadosos de nadie, verdugos de (casi) todos nuestros sueños que un día sentimos vivos. Si alguien sabe de cambios, ése es Lio Messi. Cambia de embrujo, cambia de ejecución y hasta cambia a todo un Barça entero para que nada cambie: seguir ganando, seguir siendo el mejor. El gatopardo más letal e infalible.

La cita le llega pronto a San Mamés, que es casi tanto como no decir nada. El león ya no tiene escapatoria, no hay tiempo y las excusas nunca fueron alternativa. Siempre quedará la opción de recordar a Oscar Wilde: recoger los trastos, dirigirse al portón y exclamar sorprendido al abrir: “Discúlpeme, no le había conocido; he cambiado mucho”.