A nosotros jugar bien o jugar mal nos da igual; solo nos importa ganar”. Así de explicitó resolvió Filipe Luis después de que su equipo, el Atlético de Madrid, empatara a uno ante el Deportivo Alavés el domingo.

La respuesta del lateral proyecta un axioma que a ninguno se nos escapa: lo más importante en el fútbol en particular y en el deporte general es, en efecto, ganar. Esta cuestión es obvia e indiscutible. No obstante, hay una imprecisión jugosa en las palabras del colchonero: ¿cómo se gana en el fútbol si no es jugando bien? Este interrogante nos conduce a la cuestión troncal: ¿qué es jugar bien?

Los que nos movemos en el argot balompédico tendemos a cometer, con más frecuencia de la deseada, un error de apreciación conceptual que va estrechamente ligado a nuestra educación futbolística, a nuestra cultura o, en síntesis, a nuestro gusto. Como si mirásemos el juego solo desde el prisma hedonista, abstrayéndonos de cuál es el fin último de todo equipo: ganar, como asevera Filipe.

Así, es preciso acudir a lo elemental y afirmar, sin mayor sonrojo, que el que mejor juega es el que mejor compite y, en consecuencia, el que mejores resultados obtiene. Confundimos jugar bien con jugar bonito; que es lo mismo que no distinguir entre eficacia y preciosismo. El ejemplo más gráfico es el propio Atlético de Madrid, que practica un fútbol muy poco relacionado con lo estético, ese espacio reservado a los equipos de voluntad ofensiva y posesiones eternas -que, por otra parte, es lo que seduce a quien esto escribe-. Si somos tan ingenuos de convenir que el Atleti, finalista en dos de las tres últimas Champions, juega mal al a esto del fútbol, hemos de reajustar los patrones porque estamos cayendo en el desvarío más absoluto.

La conjunción belleza y productividad, el ente que pone de acuerdo a resultadistas y rapsodas del efectismo desde hace 25 años, se llama Fútbol Club Barcelona. Y, para ser más precisos, Cruyffismo.