Un interruptor, un muro y un laberinto

El Barça mostró en Lyon una versión poco vista en sus últimos desplazamientos por Europa. A diferencia de los últimos “mata-mata” que habían disputado los culés en la Champions League, el equipo de Valverde se mostró vivo, con energía y piernas para mandar en el partido a través de una gran presión, sello de identidad de los primeros pasos del Txingurri en Can Barça.

Recuperando el balón en campo contrario, viendo al mejor Busquets de los últimos meses y alejados de los despistes defensivos del día a día, sustentados por una pareja de centrales cada vez más consolidada y un Semedo, por fin titular, que se presenta como un arma defensiva vital en la máxima competición de clubes. Aunque, para armas, los brazos de un Marc André Ter Stegen del que cualquier cosa escrita no haría sino empañar el “momentum” del mejor guardameta del mundo.

Extrañamente, contrario a su esencia, el Barça parece haber adoptado la teoría del interruptor, tantas veces leída a través del puente aéreo. Renqueante en una liga que no exige algo que un Messi humano no pueda solventar e inmerso en la montaña rusa en la que ha decidido convertir el camino hacia su 5ª Copa del Rey consecutiva, el equipo anda decidido a encender todas sus bombillas cuando escucha la música de violines un par de martes al mes.

El problema, entonces, es la necesidad de que todos los focos reaccionen a la orden de encendido, y el pasado martes comprobamos, de forma tan abrupta, llamativa, como poco sorprendente, que la luz no termina de llegar a los faros más avanzados.

La actuación de Suárez no merece mayor explicación que lo ya vivido hace tres noches. Analizarlo o buscar el porqué no haría más que ahondar en una herida cada vez más difícil de curar entre el barcelonismo. Mirar hacia delante (que no huir) buscando una solución que desatasque el tapón actual del centro del ataque y potenciar las piezas hábiles del mismo, son las tareas de un Valverde que parece haber asentado la parcela defensiva con la mejoría de Busquets y a la espera del retorno próximo de Arthur.

El problema de Suárez, más allá de su nivel individual, es la capacidad que tiene para condicionar, para mal, la zona de definición blaugrana. No sólo por sus desagradables gestos hacia aquellos que no sean Leo, sino por la resignación de Dembélé a partir desde la izquierda o el nulo papel de intimidación, que permite que hasta cuatro rivales salgan a tapar a Messi sin miedo de que nadie les pique a la espalda.

Los buenos minutos de Coutinho, la situación física de un Messi cada vez más central y la demostración de que el mejor Ousmane se ve tirado a banda derecha incitan a pensar en una delantera sin el uruguayo, tarea harto complicada de imaginar por aquellos de los roles.

El Fútbol Club Barcelona ha caído en la trampa. El mejor club de la década, capaz de competir cada tres días bajo cualquier circunstancia, ha cedido ante las garras de un relato reduccionista capaz de tirar meses de trabajo en función de si la suerte le acompaña en 360 minutos de primavera. El laberinto que desemboca en la final del Metropolitano comienza por ser capaces de esquivar sus propios muros, aquellos que, ahora mismo, construye su delantero centro titular.