Sucedió en la primera parte, con 0-0 en el marcador. Apenas se había completado la primera media hora de juego. En tres años no hubo ni rastro, y aparecieron, de forma espontánea. Al principio parecía confuso, como si se tratara de un error, pero en la segunda parte se repitió el patrón y se confirmó: volvieron los silbidos en el Camp Nou.

Los mismos que años ha silbaron los pases atrás de Bakero y los horizontales de Xavi, esta vez se cebaron con los pases hacia delante de Ter Stegen. Da igual si son de un fenómeno como el alemán, igual de certero con las manos que con los pies. Tanto te mete un pase raso que rompe todas las líneas, como protagoniza una triple intervención solo al alcance de un elegido. Durante la tarde del sábado le silbaron igualmente, más por lo que representa que por lo que hace o deja de hacer.

La afición del Camp Nou es soberana. Faltaría más, por eso pagan la entrada o los abonos. Puede no gustarle lo que ve y ser capaz de hacerlo público. Lo que no se entiende es el desprecio a lo que te ha hecho ser el mejor. No solo a nivel doméstico o continental, sino del mundo entero. El más admirado. El más querido. El más único.

Da igual que Setién lleve únicamente un mes y medio de trabajo. La crítica parece más feroz que con Valverde, que si bien este último garantizó resultados, descuidó el cómo, porque ni le encajaba con la plantilla ni tampoco lo sentía. Y, cuando los resultados terminaron, apenas le quedó nada. La singularidad de este club es que el Txingurri será más recordado por Roma y Anfield que por sus dos Ligas, tan meritorias como las demás.

Sin embargo, el cacereño nunca escuchó silbidos en el Camp Nou, ni siquiera en sus últimos días, cuando el barco parecía más tocado y hundido que nunca. Setién apenas lleva un mes y medio y, pese a contar con una plantilla deteriorada por las circunstancias, su equipo empieza a parecer suyo: debe ser por eso que le silban.
¿O no?