Por @PapitoOscar

Era pequeño cuando Maradona decidió fichar por el Barça. Un niño, aunque lo suficientemente despierto para saber que el Barcelona adquiría al mejor jugador que vieron mis ojos, lo justo para saber que los azulgrana serían mis colores, pese a que eso me traería y me trae más de un problema a mi vida. Sí, yo no soy del Barça de nacimiento, lo soy por convicción, por la convicción de que era la mejor elección para poder disfrutar del genio argentino.

No me equivocaba. En aquella época Diego Armando era capaz de hacer cosas en el verde que no se habían visto hasta ese momento. De condicionar el juego como nadie. De que su zurda pesara en el partido dando igual contra qué o contra quién jugase. La magia comenzaba a ser la protagonista sobre el césped y la sensibilidad de su zurda adquiría dimensiones surrealistas; nadie sabía lo que podía surgir de la combinación entre su mente, su pierna izquierda y el balón. Porque solo él era capaz de ver sus propios límites, algo que para el aficionado escapaba de toda comprensión, de todo lo que había sido testigo hasta ahora.

Capaz de derrumbar cualquier trampa táctica y física que le pusiera delante al rival, nos presentaba el fútbol sin ambages, solo la pelota como protagonista. Con la habilidad de destrozar rivales que tenían por premio sus tobillos. Entrenadores que trabajaban la defensa adelantada y el fuera juego como una forma de vida. Juegos colectivos donde no eran solo once contra once, sino una maquinaria engrasada para el triunfo. Daba igual, él, Diego, era capa de derribar toda lógica futbolística contemporánea, convirtiéndose para siempre en el fútbol más puro como concepto que cualquier aficionado, sea del equipo que sea, pudo observar.

Nacía un mito con una personalidad en el terreno de juego que permitió a una nación históricamente deprimida a ser “los mejores del mundo”. A un equipo con marchamo de segundón a creerse “la envidia de todo el planeta futbolístico”. A una ciudad famosa por su pobreza y delincuencia a ser “el centro del ecosistema fútbol mundial”. Allí donde su zurda aterrizaba se convertía en el núcleo del discurso, daba exactamente igual la tela de araña  que hubieran tejido a alrededor.

Nunca, ni uno solo de sus compañeros tuvo una mala palabra para el diez. Y eso, en un mundo donde prima la envidia sobre el compañerismo, no es un detalle baladí que debamos pasar de lado. También nos indica una característica clave de este futbolista; todos colgados del mito eras capaces de lograr sueños que de otra manera hubieran quedado solo en eso.

Es cierto que en sus últimos veinticinco años hemos visto como el personaje se comió al ídolo, hasta convertirse en alguien poco digno de su historia y nada ejemplar para nadie. De eso no hay ninguna duda, pero todo aquel que no acaba de entender que ayer nos dejó un mito, es simplemente porque no tuvo la oportunidad o no supo apreciar que el fútbol, con mayúsculas, solo se acerca a su ideal cuando el cuero era acariciado por su pie izquierdo. Como acto de madurez también sería interesante separar al Maradona futbolista, del Diego Armando personaje público. Por higiene mental, vaya, porque  eso nos permitirá apreciar mejor que sin él el fútbol de hoy en día no se entendería y seguramente sería muy distinto…