2022, el verdadero año de transición
Odio mirar la cuenta corriente los lunes por la mañana. El restaurante, las cervezas, el sushi, los discos de vinilo, los postres del domingo, la gasolina, los peajes. Aparece todo ahí, como un flashback de mis últimas 48 horas de ocio, encriptado en un sinfín de códigos extraños. Caducó la diversión real para después regresar en forma de puñalada numérica. La madre que me parió. “Yo prefiero no mirarlo”, me confiesa un amigo. Dudo que esté forrado. Prefiero pensar que forma parte de su pragmatismo vital. Aunque lo suyo -digo yo- es como practicar el salto de esquí con una venda en los ojos. Es como una bici sin frenos, un piso sin seguro, una escalera sin barandilla, un porro sin boquilla. Aunque quizás la esquives, la hostia está ahí, igual que aquella casilla del monopoly en la que no quieres caer y… ¡patapúm! Hotel en París, tropecientos mil euros, casi los mismos que te gastaste el sábado por la noche.
Dios, o quién fuera, nos quiso derrochadores, tentativos, pecadores, inseguros. Necesitamos sentirnos culpables para purgar toda esa porquería. Transformar los atributos, sin embargo, no nos asegura un estado perpetuo de responsabilidad, ahorro y buen hacer. Como los clubes de fútbol, funcionamos por ciclos; malos, buenos, menos buenos, excelentes, desastrosos. De la misma manera, existen años de éxito, fracaso o, por último, transición, una idea difícil de soportar. ¿Mola? ¿Transición hacia dónde? ¿Es eso bueno, o es malo? No se rompan la cabeza, transición no es más que transición, un concepto que no esconde profundidad alguna. Precisamente donde se encuentra el Barcelona. La transición juega con los números, con la objetividad, siendo capaz de positivizar escenarios técnicamente negativos. Uno se dispone a leer la prensa de ayer y parece que fue el Barcelona, y no el Real Madrid, el que se clasificó para la final de la Supercopa de España. Celebrar un empate, como ocurrió en el Pizjuán, también es cosa suya, de la transición.
“Tengo que ser honesto, el Barcelona jugó un buen partido, me gusta, sigue la línea de identidad del club”. No son palabras de Xavi Hernández, sino de Carlo Ancelotti. “El Barça ha vuelto”, titulaba el diario Sport. ¿El Barça ha vuelto? Más bien está volviendo. Se está deshaciendo de sus lacras, despejando la base de despegue para elevar una nave en la que no todos van a caber. Dembélé pide el timón sin haber decidido un solo partido en cinco años. Memphis se aleja en el horizonte como un globo de feria. La vieja guardia reclama un respiro que la exculpe de la pérdida de balones. Luuk, bendita su suerte, está de paso. Otros como Riqui, Jutglà, Ilyas, Umtiti o Dest quedan en la dimensión desconocida. Pero no todo son malas noticias, ni de lejos. El tejemaneje de Alemany vale un homenaje, la reforma de Xavi encandila, Gavi y Nico se doctoran, Coutinho llora, Ansu sonríe y Pedri vuelve a jugar prórrogas. Nada histórico, nada especialmente brillante, porque es imposible petarlo en mitad de una transición. Así de caprichosa es. Curioso este escenario en el que el Barcelona, en la derrota, se llena de argumentos y el Real Madrid, en la victoria, parece vaciarse, presentando más vestigios de su pasado glorioso que no indicios de futuro, a excepción de Vinicius, un futbolista deslumbrante.
Xavi no viste el traje ceñido de Guardiola. Tiene demasiado trabajo como para ponerse de etiqueta. Para bajar al barro, más vale una sudadera con capucha y un pantalón ancho, por lo que pueda pasar. Tampoco goza de una exquisita oratoria, pero sabe de sobra lo que necesita su equipo en el campo. Suficiente. Más que suficiente. Mientras tanto, en los despachos, hace falta seguir mirando las cuentas, aunque no guste.
/Fotografía de Valentí Enrich/