El Real Madrid se presentó de oscuro, el Barcelona con la senyera. Las puertas del Santiago Bernabéu se abrieron entre grúas y lonas provisionales. No estaban Leo Messi ni Sergio Ramos. Muchachos menores de edad pisaban por primera vez el césped de Chamartín. Nada parecía estar en su sitio. Tampoco el dibujo táctico de un Real Madrid desnaturalizado, con Luka Modric actuando de falso nueve, una estrategia más propia de su rival en los tiempos de Guardiola. En mitad de este decorado tan inusual, el Barcelona fue capaz de restaurar su gloria pretérita y el Real Madrid sus peores fantasmas.

En diciembre de 2020, Joan Laporta -tamaño Godzilla- se plantó en las calles de Madrid con un mensaje amenazante; “ganas de volver a veros”. Fue a través de aquel epígrafe que el barcelonismo incubó su primer brote de esperanza. Un año y medio después, tras la marcha de Messi, el despido de Ronald Koeman y el ingreso de Xavi en el banquillo, el Barcelona fue capaz de materializar el deseo de su presidente. Lo hizo gustándose y con delirios de grandeza, invocando a Rijkaard, Guardiola y Luis Enrique. Cinco meses ha necesitado Xavi Hernández para firmar su primera bofetada al eterno rival. 

El técnico culé salió con el contracultural Dembélé, un mensaje envenenado para Nacho, la primera víctima del partido de ayer. Fue en la banda derecha donde se originaron las primeras rupturas, allí donde el Barcelona debía abandonar el rondo para interpelar a Courtois. Aubameyang y Araújo pescaron en el mar de Dembélé para anotar los dos primeros goles de la noche. Entre ellos, el Barcelona durmió el juego con asombrosa frialdad, con la convicción de ahogar al Real Madrid a través del balón. Por ahogar, se ahogó hasta la épica. El Madrid no respondió ni en lo espiritual. Los de Ancelotti se marcharon al descanso con dos goles en contra y absolutamente desorientados. 

Sin poder contar con la espada de Benzema, el técnico italiano pretendió atacar a través de los fogonazos de Vinicius, el oportunismo de Rodrygo y la libertad de movimientos de Modric. No funcionó ninguno de los tres argumentos. Fue precisamente en el desanclaje del croata dónde Piqué y Eric encontraron los primeros pasillos, allí donde nacía la imaginación de Pedri y Frenkie De Jong. De los triángulos de la medular derivó también el gol de Ferran, asistido por un taconazo acrobático de Aubameyang, disfrazado de Neymar. Tres goles a favor y prácticamente todo el segundo tiempo por delante. La fiesta azulgrana no podía hacer más que dilatarse. 

Cuatro minutos después, de nuevo Aubameyang, con una vaselina impecable, certificó el vapuleo. Al Barça le sobraron 40 minutos, igual que ocurría en los viejos tiempos. Cómo si nada hubiera ocurrido entre guerras. Cómo si Bartomeu no hubiera existido. Cómo si el señor que aplaudió a Ronaldinho fuera a levantarse otra vez en cualquier momento. Este fue el último aliciente, además de fantasear con una manita que no se produjo por cuestión de milímetros. Xavi, maravillosamente obsesivo, trató de rebajar la entelequia insistiendo en la presión a pesar del resultado. Benditos son sus dolores de cabeza. Finalmente, la entrada de Gavi y Dani Alves no hizo más que simbolizar la reconciliación del Barcelona con su pasado; 21 años de diferencia unidos por una herencia irresistible.

El legado se recoge si están las personas adecuadas. Si están los que lo vieron. El chico del cenicero no vendía humo cuando prometía recuperar el método. Abróchense los cinturones, pues no hay una sola razón por la que Xavi no vaya a hacerlo. Un placer volver a verte, Barça.

 

 

/© Fotografia de Reuters/