Antes todo parecía mejor. Antes del último gol de Messi. Antes del último partido de Guardiola. Antes del último chupa-chups de Cruyff. Antes de cada encuentro, el cuerpo se volvía de su envés para ponernos más nerviosos. Antes no sabíamos si esa nueva estrella emergente del fútbol mundial, iba a terminar explotando en el Camp Nou. Antes daba verguenza ajena ser de otro equipo, porque sabías que el tuyo rozaba la perfección. Antes te brillaban los ojos el día de partido, solo pensando en su hora de comienzo. Antes soñabas con tripletes, sino con sextetes. Antes no temías a nadie, pues veías el miedo en los ojos rivales.

Antes no hacía falta convencer a tu hijo para hacerse del Barça, solo tenías que dejarle ver la pelota rodar y hacer magia. Antes imaginabas cómo sería la ciudad de la final de la Champions, porque quizá la visitabas pronto. Antes se metían contigo por ser culé y en realidad sabían que ni en sueños jugarían como nosotros. Antes la única duda sobre tu estrella, era cuándo vendría otra maravilla aun mejor, a eclipsarla en su propio vestuario. Antes te descubrías pensando en el juego de tu equipo, en cual sería el once esa semana y en cómo la realidad siempre superaba a la ficción.

Ahora tenemos que manejar el arte de perder. No de perder partidos, títulos, prestigio, juego… sino de perder ese pasado, esa historia cada vez más difuminada. A veces hay espejismos, como esa victoria aplastante ante el máximo rival y con tu nuevo mesías a los mandos, que te permite saber que ese pasado no lo soñaste, sino que está en algún sitio más que en tu cabeza. Pero es eso, una ilusión que te permite saber que tienes una referencia, un punto de fuga en el que refugiarte.

Nuestra afición está aprendiendo a perder y quizá no hay nada más duro que eso. Solo se puede aprender a perder cuando antes se ha convivido con la gloria. Habituarse al éxito, a la victoria, cuesta muy poco. Dejar escapar ese triunfo, dominar el arte de perder, cuesta sin embargo la vida. Pero como dice William Faulkner en su libro Las Palmeras Salvajes: «Entre la pena y la nada, elijo la pena». Entre haber sido los mejores o no tener una habitación en la memoria colectiva, elijo nuestra historia.

Eramos tan felices que casi ni lo sabíamos. Con la clase de felicidad que cuando te falta, por poco te acaba matando en vida.