ESPECIAL FINAL CHAMPIONS LEAGUE. EN EL FÚTBOL NO HAY MALDITOS


Georg Friedrich Händel, un compositor alemán pero nacionalizado inglés recibió en 1727 el encargo de componer Coronation Anthems. El motivo, como acostumbraba en la época, fue la coronación de un rey, Jorge II de Inglaterra, quien no trascendería al paso de los años. Sin embargo, el himno en su honor si lo hizo, en especial una de las cuatro piezas que lo componen: Zadok, the priest, la primera. El bueno de Händel, sin poder sospecharlo, acababa de diseñar el himno más potente, mediático y que más condiciona del mundo: el himno de la Champions League.

Desde el momento en el que los 22 jugadores saltan al terreno de juego para disputar un partido de la máxima competición europea y se alinean en línea, todo cambia. Los primeros acordes empiezan a sonar de forma atronadora por megafonía y el partido alcanza otro nivel. Y si es en la Final con más motivo. No llega solo la táctica, ni las individualidades, ni la suerte, ni la suma de todo lo anterior. Para ganarla es necesario que sea ella quien te escoja, quien decida que formas parte de su historia.

El Bayern de Munich y el Borussia Dortmund, dos alemanes, fueron a Inglaterra a por la gloria que merecían, como Händel. Los dos deberían saltar con dudas al campo, ya que los primeros tienen demasiadas cicatrices por los incontables fracasos, y los segundos por no saber manejarse en estas alturas. Pero esto no fue así, sobreponiéndose ambos a sus miedos en la primera parte.

Una primera parte que fue un complejo ejercicio por parte de los dos. Empezó mandando el Borussia en un ejercicio de confianza. Son novatos, y el escenario podría derrotarles incluso antes que el fútbol. Bastaba con que la moneda saliese una vez cruz para que todo se viniese abajo. Por eso, confiando en ellos mismos, redujeron al azar. Fueron unos 20 primeros minutos de suficiencia, basados en una intensa presión adelantada que combinada a la exquisitez técnica de muchos de sus miembros llevaba a un inacabable ataque zonal. Los de la cuenca del Ruhr eran los dominadores del partido conscientes de que un gol a en contra tendría un impacto mas negativo que positivo tendría un gol a favor. Con Gundogan como dueño de las operaciones, Reus por dentro pero cayendo al carril débil, y Lewandowski dando continuación a las jugadas lo visto solo se podía definir de una forma: baño.

Un baño que podría destruir a cualquier equipo porque aparte de ser efectivo era estético, de los que impactan y acomplejan. Pero el Bayern, lejos de acordarse de las últimas finales europeas y sus duelos contra el bicampeón de la Bundesliga los dos años anteriores, se levantó e hizo un ejercicio de personalidad. No llegó a inclinar el campo hacia la portería como si consiguió su rival, pero al menos pudo enderezar el rumbo. La clave fue lo único español en el tapete de Wembley: Javi Martínez. El ex del Athletic consiguió crecer en el centro del campo de Ilkay, comenzando a recuperar balones y manteniéndolos, asentando así al Bayern. A la llamada se sumó su Schwensteiger, que sin llegar a su máximo nivel (ni mucho menos) consiguió colaborar en la posesión del balón. El Bayern había llegado aunque sin la posibilidad de mostrarse el equipo coral de las grandes noches. Los laterales no se sumaban en campo contrario, el propio Bastian no se sumaba al ataque y Mandzukic no iba apoyando los distintos carriles. Pero la línea de mediapuntas bávara era suficiente para que hubiera partido e incluso para adelantarse si no fuera por la maldición holandesa.

La segunda parte arrancó como acabó la anterior. Esto quiere decir que siguió como un partido normal, donde dos equipos disputaban la victoria. El asunto es que el Borussia necesitaba sentirse y ser superior para poder controlar sus emociones y sus piernas. No lo consiguió, y el Bayern, con un Javi Martínez imperial, consiguió ir girando a su rival cada vez con más frecuencia, hasta que consiguió cambiar el resultado en el marcador y la inercia en el juego. Fue un punto de inflexión que afectó al conjunto de Klopp en lo más profundo de su alma. Por primera vez se vio vulnerable y como era esperado, no lo terminó de encajar bien. Empezó a evidenciar síntomas que indicaban que se diluía, algo que bien se hubiera confirmado de no ser por el gol del empate. Había partido, pero menos del que se veía.

La balanza del marcador no equilibró la del juego. El equipo de Heynckes, seguía mandando, siendo el que recibía de cara y su rival de espaldas; siendo el que miraba el marco rival y el equipo contrario el que se girase. En definitiva, siendo que dominaba el espacio. Poco a poco fue adquiriendo la globalidad que no tuvo en el primer tiempo ni en sus mejores momentos: laterales proyectados e incisivos; más movilidad en los mediapuntas; Bastian llegando a la frontal. Era cuestión de tiempo y precisamente cuando este parecía agotarse, el gol final subió al marcador.

Este gol rompió la igualdad en el marcador, pero también rompió la maldición que perseguía a una generación de jugadores tanto a nivel de clubes como a nivel de selecciones. Por eso, este gol solo lo podía marcar Robben, un jugador maldito hasta el descanso de este mismo partido. Pero la Copa de Europa le premió. Esa competición que entre reconfortar a un grupo demasiado castigado o coronar a una generación que ya no existe, optó por lo primero. En el fútbol no hay malditos.