El 16 de octubre de 2014 se cumplirán 10 años del debut de Leo Messi con el primer equipo en partido oficial. Una década en la elite es un ciclo vital eterno que desgasta física y emocionalmente a cualquier jugador, incluso a uno acostumbrado al éxito. De hecho, según algunos psicólogos del deporte, el estado de motivación permanente es uno de los principales componentes de la ansiedad competitiva y, como es sabido, la ansiedad es un factor que predispone a sufrir lesiones recurrentes. En algún momento de 2013 la musculatura de Leo Messi acusó el esfuerzo y el argentino, por segunda vez en su carrera, comenzó a encadenar lesiones de importancia. Fue el año en el que el Barça se encomendó plenamente a Leo, hasta el punto de convertir los mecanismos colectivos en movimientos prefijados para crearle espacios. Aquella evolución terminó con un final pleno de ironía dramática, casi de patetismo: Messi, más muerto que vivo, salta al campo y liquida al PSG con la mirada. Aquella noche un equipo salio humillado del Camp Nou y no fue el conjunto francés.

El resto de la historia también es conocida. El Tata Martino se hace cargo de un equipo desestructurado que pierde a Leo Messi para un par de meses. Se inicia una lenta evolución táctica y moral que arroja señales positivas. Algunos aspectos del Barça comienzan a recordar a la selección española, como el rol secundario de Xavi; otros, a la propia tradición del Tata, como ubicar a un lateral de interior para mejor cerrar el campo en la transición defensiva. Otros aspectos tienen que ver con rendimientos individuales, unos más imprevistos que otros. Con el crecimiento –potencialmente infinito- de Iniesta y el regreso de Jordi Alba, el equipo ganó un punto de desborde y otro de ruptura. Todas las medidas, sinergias y condicionantes se pueden resumir en una frase: el Barça, el equipo hiperespecializado por excelencia, estaba convirtiéndose en un equipo normal. Un equipo normal con todo lo que ello implica: podía someter y ser sometido, protegerse y explotar el fallo ajeno. Con la posesión presente pero matizada recuperó, durante un mes, el placer de vivir los partidos desde la tensión, desde la necesidad de sumar esfuerzos solidarios para fabricarse las condiciones de la victoria. El colectivo brillaba por encima de las individualidades.

Y entonces regresó Messi.

La primera constatación me parece obvia. Desde que ha vuelto Messi el Barça ha dejado de ser un equipo en trámites de humanización. Todo vuelve a ser excepcional. Si gana lo hace mostrando virtudes y defectos extraordinarios. Lo mismo podemos decir en la derrota. En el Barça ha regresado la imagen de Sergio Busquets superado por los dos flancos como si los interiores no tuvieran responsabilidades defensivas. A la inactividad de Messi le sumamos la indolencia –estructural, quizá no voluntaria- de los interiores, de manera que la fase defensiva se convierte en una letanía de final entrevisto. Sorprende que, en tal estado de cosas, el señalado por la crítica sea el central más lento del equipo.

La segunda constatación tiene que ver con las sensaciones colectivas. El Barça aburre más que nunca o, al menos, me aburre a mí. En el entorno mediático se ha impuesto la idea de que el Tata Martino ha de respetar el estilo porque el único camino hacia el éxito son las viejas certidumbres. Y a mí esta parodia de un estilo que ya no funciona no solo me aburre por la lentitud y previsibilidad del juego, sino por la sensación de que ya he visto esta película. Sé como acaba, Muller lo sabe, Robben lo sabe y a Thiago, sospecho, no le importaría saberlo.

La tercera constatación tiene más que ver con las sensaciones individuales. Leo Messi ha superado la lesión pero no ha viajado al pasado. Aquél jugador dominante que en 2010 intentaba destrozar a cualquier rival ya no existe. Tiene 26 años y ya está cansado de correr. Su comportamiento sobre el terreno de juego es más propio de jugadores como Valerón, veteranos que deben conservar energías para desequilibrar con el toque diferencial. La comparación con Cristiano Ronaldo es dolorosa. El portugués tampoco defiende pero su entrega y agresividad, me parece a mí, no pueden discutirse. Eso no quiere decir que juegue mejor ni que aporte más pero la actividad elimina rivales, decanta partidos y crea inercias. La pasividad también las crea.

La cuarta constatación tiene que ver, ahora sí, con los resultados. El Barça es más débil con Leo Messi. No estoy diciendo peor, que no lo es; estoy diciendo más débil. Se ha repetido insistentemente que Leo ha jugado bien tras su regreso. Es cierto, claro. En muchos partidos ha jugado, de hecho, muy por encima de sus compañeros. ¿Cómo no hacerlo? Es el mejor y, efectivamente, todo lo que hace conjuga sentido táctico con poderío técnico. También, me pide el cuerpo expresarlo con rotundidad, el Barça no está planificado para acompañarle adecuadamente. A día de hoy Leo está rodeado por varios jugadores cuyo mejor momento de forma no volverá y de otros tantos cuyo rol y condiciones son meramente instrumentales. ¿Pudo haber sido diferente? ¿Podría serlo aún? Sería patético por mi parte insinuar que sabría cómo resolver algo que parece plantearle alguna duda a un entrenador profesional. Solo me atrevo a sugerir que es triste ver a un chico de 26 años trotar por el campo y que algo falla, algo que trasciende lo inmediato, cuando un equipo se vuelve más frágil tras añadir a sus activos al mejor jugador de la historia.