DÍA DEL CLÁSICO POR UN MERENGUE

Dice una canción habitual en las gradas de animación de los campos de fútbol que “yo no cumplo años, cumplo temporadas”. Y los clásicos como los cumpleaños no se celebran de la misma forma de pequeños que de adolescentes o adultos.

Lejos quedan ya aquellas temporadas en las que los clásicos empezaban el viernes por la mañana desayunando con cuidado para no manchar la casaca blanca de Teka con “Raúl” a la espalda. Sin número, únicamente con el nombre. Si yo era Raúl que otro fuera el 7, tampoco era cosa de acaparar. Puede ser por eso o porque el dorsal se salía del presupuesto, pero eso ya es harina de otro costal. Y allá que íbamos al colegio luciendo escudo en pecho esperando el partido de la temporada. Aquello sí que eran previas. De tres horas. Que eran las clases que había hasta el recreo. Te pasabas las tres primeras horas discutiendo si Juan tenía que quedarse más atrás o adelante, si de portero Mario o José para acabar finiquitando un minuto antes que lo mejor sería pasársela a Pablo –el bueno- para que regateara a todo el equipo contrario hasta llegar a darte el pase de la muerte a ti, que estarías en posición de embocarla.

Y empezaba el partido a 30 minutos, lo que le daba un aroma a prórroga que multiplicaba la tensión y relevancia de los goles. 8 vs 8 o 10 vs 10, cuando no había más jugadores en un equipo que en otro. Pablo que tenía tanta habilidad para regatear a profesores como a adversarios se aprovechaba de la actitud defensiva de la mayoría, que daban la impresión de haber jugado los 90 minutos reglamentarios, para realizar la jugada planificada… y GOL. Salía corriendo haciendo una cruz con el dedo índice y los labios pidiendo silencio a la valla del colegio. O hacía como que besaba un anillo cuando lo más parecido que se había puesto en el dedo era un Shiki Shin. Sonaba la sirena que ponía punto final al partido y empezaban las dos horas de post-partido hasta que te podías ir emocionado a casa -quién sabe, quizás hubiera cochinillo para comer-. Esos eran los clásicos qué importaban. ¿El del domingo? Qué más daba, si éramos el Real Madrid, ¿cómo no íbamos a ganar?

Al cumplir la 12ª temporada y con el ascenso del colegio al instituto vino una época oscura. Se puso fin al fútbol en los recreos y dio comienzo la guerra de trincheras donde el mejor era el que más ingenio tenía y las puyas eran los goles. La mayoría jugábamos juntos en el mismo equipo por las tardes así que no desapareció el partidillo en la previa del clásico. Pero el entrenador era culé radical reconocido, así que en nuestra milicia blanca nunca aceptamos los resultados. Juancarlato lo llamaban algunos debido al nombre del míster, “Juan Carlos”. De ingenio tampoco íbamos sobrados. El Barcelona de Ronnie ya era una realidad pero aún así, o-3 y ovaciones mediante, los clásicos se repartían para ambos clubs. Hasta que llegó Guardiola. Anticulé bautizado y comulgado no descarto haber utilizado durante sus primeros meses alguna barbaridad de las típicas que empleábamos en nuestra guerra de guerrillas. Aún recuerdo aquel 2 de mayo lo felices que nos creíamos y el cargamento que soltamos durante los cinco minutos que duró la ventaja en el marcador gracias al gol de Higuaín. 2-6 en el Bernabéu acabaron aquellos 70 minutos de pesadilla. A la conclusión del partido tuvimos que salir del bar cabeza gacha entre las dos filas de aplausos que formaban los culés.

Las victorias del mejor equipo que he visto nos acompañaron el resto de temporadas que duró nuestra estancia en el instituto. Todavía quedaría por llegar Mourinho y ver como hacía de nuestras guerras en los recreos sus ruedas de prensa. O como desde un diario de tirada nacional cobraba auge el Juancarlato. Pero yo, que vivía y me había criado en una casa de culés en la cual Cuyff era dios y Guardiola su profeta, ya había abandonado la bufanda de forofo –que no la madridista- y empezado a degustar la figura de Pep y lo que estaba llevando a cabo. Empecé a disfrutar de lo bueno. Y conmigo el resto –no, no todos salieron de la trinchera-, empezaron las previas de verdad.

Cuando llegas a unas ciertas temporadas te das cuenta que las previas de un clásico tienen algo de cerdos y rebozarse en los excrementos una y otra vez. Semanas y semanas hablando de lo bien que llega uno y otro, de si llegara este o aquel, análisis y mas análisis de cómo juegan o de cómo se han disfrazado en la última ocasión que tuvieron. Hay tanta gente a la que le gusta fútbol y da su opinión que es inevitable escuchar lo mismo cincuenta veces e incluso sobre temas que no tienen nada que ver con el deporte, solo por el deber de rellenar y rellenar horas de pre-partido –que duran exactamente desde que acaba un clásico hasta que empieza otro-. Pero a mí lo que me gusta es volver a la base de las previas. Renunciar a cuanta más información mejor para llegar al día de partido como quien se presenta de doblete a un examen sin haber abierto un libro. Que el día te vaya sorprendiendo con informaciones a cuenta gotas. Bajar a por el pan y enterarte mediante la típica broma que te suelta el quiosquero de que Messi ha entrado en la convocatoria y que no está seguro si nos meterá tres, cuatro o seis goles según se va creciendo en su propia broma. Volver a la desconexión. Que llegue tu padre y te cuente que el Real Madrid para no variar saldrá a encerrarse… Volver a la desconexión. Hasta llegar al vermut con los amigos. Ahí se rompe el clímax y te estalla toda la información. Aunque este momento de debate sobre el partido suele durar lo que tardas en pedir la segunda ronda, a partir de ahí se minimiza la ventana del partido hasta la hora que se confirman las alineaciones. Lo suyo es que las rondas no hayan parado y la inseguridad que sentías respecto al partido se vaya transformando en tal confianza que te sorprenda que al leer la alineación alguien ponga en duda la victoria con gol de Nacho. ¿Nacho marcando a Messi? Y qué más da, si somos el Real Madrid ¿cómo no vamos a ganar?